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Reportaje:EXCURSIONES

Escombros del paraíso

La erosión ha esculpido castillos de arena en los escarpes de este cauce solitario, cerca de Aldea del Fresno

Del río Perales podría decirse lo mismo que Cela sentenció sobre La Alcarria, que es un hermoso lugar al que a la gente no le da la gana de ir. O mejor todavía: del río Perales cabría afirmar lo mismo que Cortázar observaba acerca de "esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca", que basta con imaginar su soledad para, sin tener ningún otro motivo, echarse a llorar.Al Alberche, en cambio, sí que van miles de bañistas en cuanto el tiempo lo permite, sobre todo al curvo playazo que forma en Aldea del Fresno, no pudiendo descartarse que alguno de ellos lo haya remontado durante cinco o diez minutos: lo suficiente para metabolizar la sangría y darse cuenta de que aquél ya no es el Alberche de sus amores, sino otro río más chico que afluye por su izquierda; pero como de todos es sabida la pánica desconfianza que atenaza a esta clase de gente cuando se enfrenta a lo que no tiene nombre, aparcamiento en batería y barbacoas, lo más probable es que ese fallido Robinsón haya vuelto sobre sus pasos en la arena sin saber que estuvo un instante en el paraíso, llámese río Perales.

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Calzado impermeable

El Perales nace del ayuntamiento de varios arroyos que tienen sus fuentes en las tetas graníticas de la Machota, entre El Escorial y Zarzalejo; baja corriendo por las rampas de Valdemorillo y Navalagamella; mata una esquinita en Quijorna; da nombre al despoblado de Perales de Milla y apellido a Villanueva de Perales; culebrea por la linde entre Colmenar del Arroyo y Villamantilla, entre Chapinería y Aldea del Fresno, y, nada más pasar bajo el campanario de esta última población, se casa con el Alberche. En total, 35 kilómetros de curso indómito, intacto, incógnito.

Decir que nadie conoce el río Perales acaso sea exagerar. El río Perales lo conocen los cuatro peritos que en su día catalogaron como zona de especial protección para las aves (ZEPA) los encinares del Alberche y Cofio, hábitat de la exigua águila imperial -entre otras raras especies-, cuyo límite oriental lo marca el río Perales. Lo conocen también los cuatro señores barrigudos que, asistidos por un lacayo cargador y un guarda, acechan desde las altas fincas ribereñas -salvo el cauce, que es público, el resto es un inmenso coto de caza- con una mira apta para fusilar a un jabalí a 300 metros de distancia, garantizando así el necesario equilibrio ecológico entre las especies Hommo tripudo y Sus scrofa. Y para de contar.

Uno de los parajes más inauditos del solitario Perales es el de las cárcavas que jalonan los cuatro últimos kilómetros de su curso, junto a Aldea del Fresno, donde el río cambia su cauce de duro granito serrano por los endebles taludes térreos que ya presagian la llanura. El lugar está al alcance de cualquiera, pues sólo hay que salir de Aldea del Fresno en dirección a Chapinería y, sin cruzar el puente sobre el Perales, bajar por un parquecillo que cae a mano derecha, atravesar el lecho arenoso del arroyo Grande y comenzar a remontar nuestro río por la margen izquierda, para luego ir cambiando de orilla guiados por el sentido común.

De las ocho cárcavas que veremos a lo largo de este fácil paseo, destacan las últimas, en que la erosión ha labrado, sobre los paredones descarnados, contrafuertes y aspilleras como de castillo en ruinas. En ellas reconoceremos los pináculos rematados por una caperuza en forma de glande que los amigos de la geología, decorosamente, nombran chimeneas de las hadas, quizá para contrarrestar el pensamiento inicial de todo observador y el mal efecto que haría llamarles falos de titanes o cosas peores. Añádanse estas otras felicidades: los plácidos meandros del río, la profusa vegetación de ribera y los verdes ribazos y se tendrá una panorámica completa de ese paraíso madrileño en el que no entra nadie, nunca. Ahora sólo falta que a los amantes de la naturaleza les dé la gana de ir.

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