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No-lugar que crece

En su último libro, De mis pasos en la tierra, Francisco Ayala recuerda cómo lo primero que hizo cuando llegó de Granada a Madrid, en 1920 o 1921, fue ponerse a buscar la ciudad que había leído en los libros de Benito Pérez Galdós y visto en las fotografías de algunos semanarios gráficos. Por supuesto, la desilusión fue tremenda al encontrarse con un lugar -dice- sin carácter ni estilo, hecho con calles mediocres y edificios de ladrillos rojos que, en su conjunto, eran exactamente lo opuesto a todo aquel esplendor mentiroso que prometían las revistas ilustradas y también a la belleza oscura que parece brillar en las galerías, costanillas y rondas por donde se mueven los personajes de La de Bringas, Fortunata y Jacinta o Lo prohibido, en donde su protagonista, José María Bueno de Guzmán, recién llegado a la ciudad desde Jerez de la Frontera, describe el asombro que le causan "la hermosura y amplitud de las nuevas barriadas, los bonitísimos jardines plantados en las antes polvorosas plazuelas, las gallardas construcciones de los ricos, las variadas y aparatosas tiendas, no inferiores a las de París o Londres y, por fin, los muchos y elegantes teatros para todas las clases, gustos y fortunas". Sin embargo, Ayala no se dejó ganar ni por las apariencias ni por el desencanto y, poco a poco, fue descubriendo la ciudad oculta dentro de la ciudad, los restos más o menos secretos de su antiguo prestigio. Lo visible, dice el pintor Paul Klee, es sólo un ejemplo de lo real.A pesar de todo, es necesario reconocer que hoy, casi ochenta años más tarde, Ayala lo habría tenido mucho más difícil. Como la mayor parte de los grandes núcleos urbanos, Madrid ya no es abarcable, sino desproporcionada; pero además, y en esto da la impresión de haber superado con mucho los disparates cometidos en otros sitios, desde Londres a San Sebastián, de Nueva York a Copenhague y de Toledo a Roma, se ha ido hundiendo dentro de sí misma gracias al talante corrupto o débil o inepto de sus sucesivos regidores expresado en su modo de permitir o alentar una feroz tarea especuladora que sirvió para enriquecer a unos cuantos y demoler de forma irreversible la ciudad de todos haciéndole perder el equilibrio, aboliendo la armonía arquitectónica en nombre de la funcionalidad, renunciando a su historia pero también a sus sueños.

Sobre esta renuncia trata de alguna manera la exposición que la artista Ana Navarrete ha montado en la galería Moriarty de Madrid. En ella se ven, entre otras obras, varios collages donde los diseños o las maquetas de creadores emblemáticos como Le Corbusier, Haussman o Frank Lloyd Wright para construir espacios llenos de poesía, rodeados de fuentes y jardines, hechos a escala humana, pensados para la meditación o la lectura o el paseo, se contraponen a la imagen actual de esos sitios, para enseñarnos cómo las arboledas fueron ocupadas por una sucursal bancaria, los estanques por un McDonald"s, las pérgolas y palacetes por horribles casas de vecinos. En el texto que se ofrece a los visitantes de la muestra, Ana Navarrete explica la manera en que las ciudades de hoy ofrecen nada más que una forma de vida basada en el consumo y resumida en todos esos no-lugares -aparcamientos, hipermercados, centros comerciales, multicines- asépticos y homogéneos donde las personas miran escaparates y se cruzan sin verse, compran comida o ropa, suben escaleras mecánicas, cambian de sitio sin cambiar de paisaje: un párking como el anterior, unos grandes almacenes idénticos.

Las noticias que nos llegan acerca del futuro, no son precisamente buenas: no sólo carecemos de planes de rehabilitación o salvamento, sino que las únicas soluciones que se oyen hablan de edificar más, hacer urbanizaciones y carreteras nuevas, recalificar el doble; no sólo es que no se vaya a devolver la superficie de Madrid a los transeúntes, sino que se piensa entregar el subsuelo a los automovilistas. Da terror pensar en un proyecto como ése: kilómetros de túneles, autopistas subterráneas, miles de plazas de garaje. A nosotros nos da miedo, pero a ellos no. Se ve que a Álvarez del Manzano no le basta con lo que él y sus antecesores ya le han hecho a la parte de arriba.

Si yo fuese Francisco Ayala, mañana mismo me volvía a Granada.

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