Extraño
LUIS DANIEL IZPIZUA Tal vez suene a herejía lo que voy a decir, pero cada día que pasa me siento más alejado de Euskal Herria. Debe de ser un efecto de la tregua. Y miro a mi alrededor y me da la impresión de que al resto de mis conciudadanos les ocurre lo mismo. A las conversaciones fervorosas de correligionarios o conspiradores, a los silencios espesos como de Satan is alive, les ha sucedido un amable despliegue de lo cotidiano, y ya nadie habla de la Cosa, o de la disolución de la Cosa, ni de victorias, ni de derrotas. Por no hablar, tampoco la formación o la desintegración del próximo Gobierno parece ser tema de conversación frecuente, y no creo que provocara demasiados espasmos la decisión de que sigan los que están, incluido el lehendakari. El Gran Discurso que ha ocupado nuestras vidas durante tantos años se diluye no como azucarillo -qué dulce sería-, sino como cicuta avinagrada, cuyos efectos desconozco pero que debe deslizarse por los pasadizos de la colitis. Es una prueba más de que el Gran Discurso era, en realidad, el Gran Delirio. Lo que hace apenas dos meses parecía condicionar nuestro pasado y nuestro futuro es hoy la nada inexistente. Se vive ya como si nada de eso hubiera tenido algo que ver con nuestras vidas. No ha existido. Terrible, sin duda, la conclusión que puede extraerse de semejante capacidad de olvido, pues sólo la vileza y la hipocresía pueden explicar, en una primera impresión, que una sociedad pase de la convulsión al sarao con esa facilidad. Pero de una aproximación más meditada puede inferirse que esa sociedad era ya antes como es ahora, que ni su vida ni sus preocupaciones tenían mucho que ver con las que se le exigían, y que era el vientre del gran sapo el que oprimía su natural haciéndole poner cara de estreñida. Alejado el gran sapo, ella es lo que era ya. Tomen nota. Sólo los políticos parecen empeñados en proseguir con la fábula. Extraño discurso el suyo, tanto más estratosférico cuanto más pasan los días. Debe de ser efecto de la inercia, aunque debieran ir aprendiendo que sólo las ideologías o los programas que se acercan al sudor de nuestras camisas tienen posibilidad de salir adelante. Esos otros constructos, esos grumos de camarillas viciadas -que no viciosas, o acaso también- sólo se mantienen bajo el efecto de las armas. Y esto último merece una reflexión: toda nuestra política de los últimos años se ha realizado bajo el efecto de las armas; todo lo que han pensado nuestros políticos lo han pensado bajo ese efecto. Debieran empezar a cambiar, y no les vendría mal tomar ejemplo de los alegres ciudadanos. Éstos saben que esa pesadilla fue un mal sueño del que despiertan, uno de esos sueños de los que uno sale a veces con algunas heridas: las víctimas, los presos, los exiliados por su acción delictiva, los miles de emigrados bajo efecto del chantaje o del miedo. Eso es lo que hay que curar. El resto ha dejado de ser la Gran Verdad, o la Gran Mentira, para convertirse en simple opinión. Y simple opinión es, por ejemplo, eso de la construcción nacional, norte que ha de guiar, sospecho, la política de nuestro futuro gobierno. ¿Qué mala peste nos ha caído encima para pasarnos la vida construyendo naciones? ¿Qué mal fario, díganme, tiene mi identidad, que me obliga a pasarme la vida construyéndome una identidad? Claudio Magris, en un hermoso libro titulado Microcosmi, nos dice: "Si la identidad es el producto de un querer, es entonces la negación de sí misma, porque es el gesto de alguien que quiere ser algo que evidentemente no es y, por lo tanto, quiere ser distinto de sí mismo, desnaturalizarse, mestizarse". Pues bien, yo no quiero desnaturalizarme, ni quiero tampoco construir una nación. Lo que sí quiero es recuperar mi país. Yo tuve un país. Creo que me duró lo que el candor de la infancia, pero lo tuve. Y no tengo ningún inconveniente en que mi país coincida con una nación; lo que no estoy dispuesto a admitir es que ésta me lo destruya. Y así ha sido. Pues tanta sangre, tanta intolerancia, tanto sectarismo y tanta impostura han distorsionado mi país, el mío, y me lo han vuelto extraño. Miren ustedes en su corazón y díganme si no les ha ocurrido lo mismo. Y manden la Nación a hacer puñetas.
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