Gobierno constitucional en Euskadi
Veinte años después de aprobada la Constitución por la ciudadanía reinstaurada, el consenso que sirvió de base para su elaboración no sólo se ha mermado, sino que ha reforzado su legitimidad política ampliando su legitimación social. Las posiciones negativas de los extremismos de izquierda y derecha se han disuelto y las reservas de AP se han reconvertido en el seno del PP. Sólo queda el rechazo de algunos nacionalismos exacerbados, totalitarios y excluyentes, sobre todo en el País Vasco, difícilmente saciables si no consiguen la imposición pura y simple de su programa. Pero, incluso en el caso vasco, tal evolución positiva también se ha producido: la aprobación del Estatuto de Autonomía en 1979 redujo la reserva constitucional (que no rechazo) del nacionalismo democrático, una de las expresiones del nacionalismo radical (Euskadiko Ezkerra), aunque votó en contra en el referéndum de 1978, hizo en los años ochenta profesión pública de fe constitucional y el mismo PNV, en lo fundamental, ha desplegado un pragmatismo político leal a la Constitución Española en la asunción de sus responsabilidades políticas de gobierno, tanto en Euskadi como en España.La propia opinión pública vasca, donde se ubica el nudo gordiano del supuesto rechazo constitucional, ha evolucionado positivamente. En el referéndum constitucional de 1978 votaron el 45,5% de los electores vascos, de los cuales el 69% lo hizo afirmativamente y el 24% de forma negativa. El PNV, que expresó su reserva con el abstencionismo, manipuló los resultados, al igual que ETA, tergiversando las reglas del juego, y alimentó la deslegitimación democrática con la consigna de que "los vascos han rechazado la Constitución española", basándose en que ésta sólo había sido aprobada de forma explícita por el 31,3% del censo electoral. Si siguiésemos su misma lógica, ¿qué se podría decir de la legitimidad del primer gobierno de Garaikoetxea (1980-1984), por el hecho de que, respaldado por el 22,4% del censo electoral y en minoría parlamentaria, gobernase de forma omnímoda utilizando el abstencionismo institucional de HB, a pesar de tener una tarea básicamente institucionalizadora y operar en el momento más álgido del azote terrorista? Así han pasado veinte años, y en el verano de 1998 las mismas encuestas nos decían que un 46% de los vascos (incluido el 57% de los votantes del PNV) votarían sí a la Constitución, un 15% lo harían negativamente y sólo el 18% pensaban abstenerse. Por si fuera poco, la satisfacción con el Estatuto de Autonomía ha pasado del 56% de los vascos en 1993 al 73% este mismo verano.
Pero la Constitución debe ser reinterpretada y puede ser reformada. Y esto se puede hacer desde la solera que dan veinte años de excelente rendimiento político de nuestro sistema constitucional, en el que la ciudadanía hemos disfrutado de las libertades y del autogobierno. Y, también, desde la seguridad de una democracia consolidada, que ha logrado ampliar el consenso constitucional y está a punto de pasar la página más negra de nuestra historia reciente, liquidando la violencia terrorista. La reinterpretación de la elasticidad constitucional o, incluso, el reformismo constitucional, no sólo no son ningún riesgo para nuestro sistema democrático, sino una exigencia de las propias reglas del juego constitucionales. Este reformismo, más allá de los ajustes funcionales e institucionales, asumido con convicción y sin apresuramiento, tiene ahora la oportunidad de ampliar y afirmar las lealtades constitucionales de una comunidad política plurinacional, disolviendo reservas y reduciendo, si no eliminando, los déficit de legitimación social que persisten. Eso sí, la aventura sólo merece la pena si es para ampliar el consenso previo o, lo que es lo mismo, para integrarnos mejor, aunque sea de otra manera, y elevar la calidad de nuestro sistema democrático.
Los manifiestos nacionalistas han ido reiterándose, aunque se hayan moderado en el viaje de Barcelona a Santiago de Compostela; el anuncio de tregua de ETA, la declaración de los nacionalistas vascos en Estella y la campaña electoral vasca han abierto un tiempo político en el que se apelotonan y entrecruzan al menos tres procesos distintos: el de la pacificación, el de la normalización política y el de las reformas institucionales. Aunque es cierto que los tres tienen implicaciones y solapamientos recíprocos, no parece aconsejable, ni posible, que se puedan simultanear, sino que cada uno, y por ese orden, deben de tener su propio tiempo político. La pacificación tiene como actores principales a ETA, al Gobierno y a las víctimas del terrorismo, y su objetivo es el cese definitivo de la violencia y la disolución de la banda terrorista, renunciando a ejercer de poder fáctico, incluso como vigilante, y aplicando la reinserción a sus miembros, al tiempo que se hace justicia con las víctimas de la violencia. La normalización tiene como actores principales a todos los partidos políticos vascos y como objetivos la aceptación de las reglas del juego democrático por parte de los representantes políticos de los violentos, sin la vigilancia fáctica de éstos y renunciando a la estrategia y el chantaje antisistema, para lo que será necesario consensuar un método, un catálogo y un calendario de eventuales reformas (las contenidas en la declaración de Estella u otras). La discusión sobre el contenido de las reformas institucionales a consensuar entre todos es la fase final de un proceso, que tiene dos límites claros: su alejamiento temporal y causal del final de la violencia y la necesidad de ampliar el consenso previo.
La recién estrenada sexta legislatura vasca debe ser el horizonte inmediato en el que se apuntalen, en un primer tramo, el final del terrorismo y la violencia política y, en su segundo tramo, las bases de la normalización de la vida política vasca, ya sin la presión del "vigilante armado". Si la interpretación flexible y consensuada de la elasticidad constitucional va a ser de gran ayuda para encarar bien esta segunda fase, la actitud reformista y abierta será la que, a más largo plazo, guíe el encaje definitivo de todos en la tercera fase. Con esto, si mantenemos y ampliamos el consenso sobre las reglas de juego democráticas, habremos hecho un gran ejercicio de equilibrio por la dinámica política de normalización que el final del terrorismo facilita o desbloquea, separando las eventuales reformas políticas del final del mismo.
Empezaremos mal si, poniendo el carro delante de los bueyes, el nacionalismo trata de imponer el programa acordado en Lizarra como condición previa a la formación de un gobierno para todos los vascos, porque entonces tendrá que gobernar desde la alianza política que dio a luz la declaración de Estella, hipotecando seriamente las posibilidades de un acuerdo futuro y manteniendo a la sociedad vasca en una tensión política extenuante y escasamente constructiva. Esto y no otra cosa es lo que significa imponer como requisito previo la aceptación del llamado "ámbito vasco de decisión", que, como el "soberanismo", es uno de esos artilugios semánticos típicos de la invención perifrástica del nacionalismo y que, convertidos en tabúes llenos de sobreentendidos, les sirven para mantener tensada la cuerda y elevar el listón de sus reivindicaciones. Teniendo en cuenta que soberanía compartida es lo que ya tenemos con nuestro autogobierno constitucional y Pasa a la página siguiente
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siguiente que en el ámbito vasco hemos decidido en su día dotarnos del actual Estado de Autonomía, el nuevo invento sólo sería aplicable al final de la tercera fase, una vez acordadas las reformas políticas, pero sería inaceptable si se interpretase o se implementase como una ruptura de las actuales reglas de juego, algo que tiene que estar muy claro al inicio del viaje. Si el nacionalismo pretende imponer una interpretación rupturista desde el principio, como si ya fuésemos independientes, nos ahorramos el viaje, pero, si no es así, no hay que tener ningún temor al resultado final. La clave del asunto está en aclarar si lo que quiere el nacionalismo es blindar la efectividad de un acuerdo obtenido por mayoría, porque se imagina que el consenso es imposible para aceptar el programa de máximos que va a tratar de imponer la nueva alianza nacionalista. Así las cosas, el nacionalismo debe percatarse de que, con esta nueva pirueta política, no sólo complica la gobernabilidad del país, sino que, además, retrasa y hace inviable la normalización de la vida política vasca, con grave perjuicio para todos.
En un contexto relativamente estable de pluralismo polarizado con importantes tensiones centrífugas, la gobernabilidad solamente puede basarse en alianzas que, además de asegurar mayorías parlamentarias sólidas y estables, refuercen las dinámicas centrípetas o moderadoras del sistema, en un marco político de democracia consociativa que desarrolla un proceso de pactos múltiples. Lo menos recomendable en estos momentos es precisamente cualquier gobierno débil (rehén) o polarizado (de un frente contra otro). Éste es el error que, unos por acción (PNV y EA) y otros por omisión (PP y PSE-EE), pero todos de forma irresponsable, pueden cometer ahora haciendo a EH, innecesariamente, árbitro político de la gobernabilidad vasca. EH cuenta, y mucho, para el proceso pacificador y la normalización de la vida política vasca, pero su actual papel como fuerza antisistema pasa necesariamente por su reconversión en una oposición responsable (¡cómo llama la atención la distinta actitud actual del PNV con EH con la que practicó con EE tras la disolución de ETApm!).
La reedición de la anterior fórmula de coalición tripartita (PNV/PSE-EE/EA) habría sido la fórmula elegida en cualquier parte de Europa tras su revalidación electoral. Los dos partidos centrales del sistema (PNV y PSE-EE), que han mejorado en conjunto su posición parlamentaria, gracias a que la subida del PSE-EE enjuaga la bajada del PNV, y siguen aglutinando a más del 45% de los votantes, están llamados a ejercer la función de las formaciones políticas de Mr. Trimble y Mr. Hume en el proceso político norirlandés (aunque sea con los papeles cambiados) y están condenados a entenderse por el bien de la gobernabilidad equilibrada del país, tras el necesario ejercicio político de despojarse de las adherencias y tics polarizadores adquiridos en los últimos tiempos. Salvo que el PNV utilice el método irlandés de forma retórica, cuando lo que ha cambiado profundamente su manera de pensar ha sido el modelo de Estonia, Letonia y Lituania.
Es cierto que la aritmética parlamentaria puede avalar, formal y democráticamente, cualquier fórmula de gobierno, pero no todas las coaliciones son políticamente viables, ni son igualmente recomendables. Aunque no tenemos la relevancia política de la Alemania de entonces, ni la actual coyuntura política internacional tiene que ver con la de los años treinta, no está de más recordar el gravísimo error cometido por la derecha democrática alemana al basar la gobernabilidad del pluralismo polarizado de la República de Weimar en su alianza con un partido antisistema como el nazi, creyendo, de este modo, que lo moderaría. La gobernabilidad en un sistema de pluralismo altamente polarizado, como el nuestro, exige, además del equilibrio centrípeto y la integración moderada de las sensibilidades que polarizan y tensan las relaciones políticas (nacionalismo / autonomismo e izquierda / derecha), la seguridad en el respeto por parte de los socios a las reglas del juego establecidas (y no a las inventadas) y la lealtad democrática. Y éstas son, precisamente, las coordenadas en las que se tiene que mover un gobierno
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