Los bandoleros
Hace unos días se celebraron en Córdoba unos debates sobre el bandolerismo andaluz. Ignoraba que aún quedasen por ahí sociólogos o antropólogos o simples viandantes interesados en esas cuestiones. Me agrada que ocurra así, ya que ese mundo suntuoso de los bandoleros siempre me ha parecido incluso más apasionante que lo que se deduce de la historia real de los hechos. Claro que también habría que recordar en este sentido la gestión de los viajeros románticos -de Mérimée a Gautier-, aquejados de graves ligerezas a la hora de interpretar esos atavíos culturales andaluces. Entre el mítico bandolero generoso, el patriota de catite y trabuco y el simple salteador de caminos, queda un persona de lo más convincente: el luchador por libre contra el poder establecido. Siempre me conmovieron esos anónimos héroes de las agitaciones campesinas andaluzas, los mismos que se echaron al monte para combatir a quienes los mantenían arrinconados en la miseria y la ignorancia. Eran los insumisos en estado puro, los que sin otro acicate que la desesperación pasaron de estar maniatados a tomarse la justicia por su mano. O sea, el bandido perfecto. Cierto que esa noble variante de bandolerismo fue como la contrapartida al desarrollo decimonónico de la gran propiedad. Ya se sabe que en aquellas inicuas condiciones sociales, políticamente manipuladas, se propiciaron los más fértiles enfrentamientos entre los terratenientes y los campesinos sin tierra. En no pocas parcelas andaluzas todavía resurgen esas memorias difíciles y a veces deliberadamente falseadas, cuando se metían en un mismo saco delictivo al huido de la justicia, al combatiente utópico y al malhechor a secas. Pero el recuerdo del bandolero generoso nunca se ha traspapelado en los archivos de nuestra mitología popular. Un amigo mío ducho en empresas osadas, consciente de la persistencia de ese pintoresquismo de exportación, organizó una partida de bandoleros de carnaval con destino a turistas de paso por la serranía de Ronda. Lo tenía todo muy bien montado. Cuando los turistas se solazaban en una venta, irrumpían los bandoleros y actuaban con mucha verosimilitud. Luego, generosos como eran, se marchaban teatralmente por donde habían venido. Los turistas, que ya sabían que eso podía ocurrir, se quedaban fascinados. Y así hasta que un día los falsos bandidos se presentaron en la venta con visibles señales de embriaguez. No sólo se excedieron en sus funciones recreativas, sino que asaltaron sin ningún miramiento a los turistas, en especial a las jóvenes, dando muestras de una grosería a todas luces fuera de programa. Y ahí terminó el negocio, claro. Pero no el mal viaje. Porque entre José María el Tempranillo, pongo por caso, y otros recientes madrugadores de la rapiña, la vida ha dado muchos bandazos. Ahora, los bandidos no se comportan como los modelos de esa farsa turística. Tampoco enarbolan ninguna vindicación. Se limitan a arramblar por lo fino con los bienes ajenos.
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