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Papel mojado

La Federación de Asociaciones de Vecinos de Valencia patrocinó el sábado pasado una jornada sobre salud, calidad de vida y contaminación acústica en la que se escucharon cualificados criterios sobre este asunto que es en sí mismo y todo él un grave problema. Grave por sus molestias y consecuencias penosas para la salud, patrimonio y calidad de vida de los ciudadanos, pero muy especialmente por la insensibilidad, impotencia o trivialidad con que es abordado por las administraciones públicas de cualquier signo y color, así como por el estamento político en general. En este aspecto tiene uno la impresión de que los gobernantes, en su más amplia acepción, gozan de un hábitat privilegiado o están más sordos que un alcornoque, extremo éste que abonan muchos otros motivos. De esto se trató en el aludido cónclave y, a tenor de las reseñas divulgadas, se habló sin eufemismos. Se dijo, por ejemplo, que la legislación vigente en torno a esta maldición -el estrépito o agresión acústica en sus plurales formas- viene a ser "papel mojado". Lo aseguran un magistrado del Tribunal Superior de Justicia, como es Edilberto Narbón, que algún papel ha publicado al respecto, y el fiscal de Medio Ambiente Javier Carceller, cuya experiencia no es obviamente desdeñable. Quiero sugerir que no se trata ya de denuncias vecinales -por lo demás legítimas- o de comentarios que tanto se prodigan con manifiesta inutilidad al filo de sucesos de este género. La ley, aseguran pues, es papel mojado porque -añadimos nosotros- hay una escandalosa quiebra de la voluntad política, y no sólo municipal, para afrontar este incordio civil. Prueba de lo dicho, entre muchas otras, es, en primer lugar, la confusión que alela a nuestros regidores, incapaces de distinguir la prioridad entre el derecho al descanso y a no ser fastidiados a cualquier hora del día o de la noche de las muchas maneras en que se produce la agresión y, por otra parte, los dudosos derechos de los contaminadores acústicos. Se pone el énfasis, por ejemplo, en los horarios de la industria del ocio como si el personal estuviese obligado a soportar la tabarra de nocherniegos y hosteleros hasta que unos se cansen y otros echen el cierre cuando apunta la madrugada. Y mientras, ¿qué? ¿Aguantarnos la neurosis y maldecir a la alcaldesa de turno? El respeto al prójimo no puede conculcarse con estas intermitencias, ni la autoridad ha de ser cómplice de tal desvarío. Santo y bueno es que se celebren estas jornadas, que como mínimo sirven para reiterar lo sabido: que Valencia figura a la cabeza de las ciudades más ruidosas, lo que significa un triste exponente de su incivilidad, por más ciencias y artes que le impostemos a su piel urbana. Que, asimismo, algún progreso se registra, como lo es sin duda una sentencia de marzo pasado en la que la Sala de lo Contencioso del TSJ de la CV establecía que los casales falleros no pueden prolongar la fiesta a lo largo del año y, además, vienen obligados a obtener la preceptiva licencia. O sea, que se les acabó la patente de corso para meter bulla a su antojo. Pero, en contrapartida a estos leves avances, se delata una vez más el desarme de los vecindarios ante el acoso de los decibelios y la necedad o cobardía de los gestores públicos. ¿Qué partido político tiene por bandera una decidida cruzada contra el ruido? ¿Dónde está la famosa ley contra tal tortura? Lo dicho: están sordos o tarados.

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