Tegucigalpa o un mal sueño
El Ejército hondureño ya no busca cadáveres, espera a que salgan de las aguas. Su prioridad es la pestilencia
ENVIADO ESPECIALAl final apareció la familia Hernández Vázquez, ocho de sus miembros desaparecidos el día 1 de noviembre en el barrio El Mineral de la aldea Las Minas, en la región de El Progreso. Son siete menos en la larga lista de desaparecidos en Honduras a causa de las lluvias torrenciales causadas por el huracán Mitch. Pero son siete muertos más. Fue una tarea difícil y penosa sacarlos del barro una vez localizado el lugar, ladera abajo, hasta el que los había arrastrado la avalancha de agua, lodo y piedras, con los restos de su casa y sus escasas pertenencias. Allí estaban Fidel y Demetria, sus hijos Simón y Dilcia, su nieto de 20 días, su sobrina Elsa Marina y los dos hijos de ésta, Cristina y Carlos, de dos y cuatro años respectivamente. Los cadáveres estaban tan descompuestos que amenazaban con quebrarse cuando los miembros del equipo de rescate estiraban de sus brazos y piernas para extraerlos de aquel fétido puré en el que habían muerto hace más de 20 días. Falta por encontrar a uno de la familia. Debe de estar unos metros más abajo o más arriba, entre los centenares de toneladas de fango.
El único superviviente, Estanislao, Tanito, participó en las tareas en medio de un hedor tan penetrante que hacía irrespirable el aire aun a 50 metros de los cadáveres reaparecidos. Él y sus hermanos intentaron convencer a su padre de que tenían que huir ante la violencia de las aguas que caían barranco abajo. Pero Fidel, que había construido aquella chabola con sus propias manos, se negó a abandonar lo único que poseía.
Centenares de miles de centroamericanos construyen sus míseras casas en barrancos porque son las únicas tierras en las que, aun ocupándolas ilegalmente, nadie se preocupará de echarlos. Así murieron muchas de las víctimas en Honduras. Familias enteras se negaron a obedecer a los reiterados llamamientos a abandonar sus casas a pesar de que el agua subía sin cesar y que el ruido atronador de las laderas derrumbándose ya se podían oír por toda la ciudad. Allí se quedaron protegiendo sus míseros enseres, por miedo a que en su ausencia se los robaran.
Aun hoy, el Ejército hondureño los busca por las aguas estancadas frente al barrio de Los Dolores. En una zodiac, con una sierra mecánica, un oficial y dos soldados cortan allí ramas y troncos para intentar que el agua fluya y baje su nivel. "Así, si el agua se mueve, el lodo soltará los cadáveres que haya aquí abajo. Pero ya no buscamos. Cuando salgan los sacaremos. Lo importante es que se vaya la pestilencia. Hay gran peligro de enfermedades, de dengue, de todo. Y la gente no colabora. Mire, allí siguen tirando basura al agua". En realidad, por la zona todo es ya basura. En el barro se pudren todo tipo de materias orgánicas y los suelos demuestran que muchos ciudadanos de Tegucigalpa ya no tienen dónde defecar sino en la calle. Todos los sentidos hacen del paisaje de la capital hondureña el escenario de un mal sueño.
Aunque hay solidaridad y muchos se obligan diariamente a la esperanza, ayudan a los demás y agradecen una ayuda internacional ya muy visible en la ciudad. En los barrios céntricos, el Ejército y brigadas de estudiantes retiran con excavadoras los escombros enlodados y malolientes de casas que han caído como si hubieran pasado por encima varias unidades de carros de combate. También trabajan desaforadamente los grupos de mujeres y niños que, pese a todas las advertencias sanitarias de las autoridades, escarban en las montañas de basura, barro y harapos que los camiones de limpieza descargan en solares de los barrios periféricos. Es, dicen los expertos, la mejor forma de coger el dengue y la leptospirosis que ya han causado varias muertes. Miedo hay también al cólera y a las enfermedades de la piel que han de proliferar ante el colapso total del sistema sanitario.
Los empresarios hondureños piden "cordura" para que no se repitan los intentos de saquear las fábricas que se han visto en varias localidades del país. Algunos de los millonarios hondureños se hacen fotografiar por los periódicos de su propiedad entregando sacos de cereales a los damnificados. Y en los albergues de refugiados la situación es cada vez más tensa. Quienes ayer daban gracias a Dios por haber sobrevivido ya están dedicados al cultivo del agravio real o imaginado. Muchos han abandonado ya los refugios para irse a habitar entre los cascotes y la mugre que queda en lo que fue su casa.
En el Country Club este fin de semana los socios han jugado al golf como si nada hubiera pasado. El césped está intacto. Más fresco si cabe. A pocos centenares de metros, la parte norte del mísero barrio de Belén se ha desmoronado, barranco abajo. Familiares de desaparecidos aún buscan allí a sus gentes. Pero que nadie piense que estos dos mundos puedan entrar en conflicto. Los separa una de las principales arterias de entrada a la capital, y se llama el Bulevar de las Fuerzas Armadas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.