Espejo, espejito mágico
Quienes las han visto no han podido olvidar las imágenes de las seis jóvenes de Bangladesh, desfiguradas con ácido sulfúrico por sus novios y maridos. Las seis están siendo tratadas en Valencia; dos de ellas han quedado ciegas. El ácido es un castigo relativamente frecuente en Bangladesh, y poco penado. Si la dote resulta insuficiente, o la mujer indócil, no sale demasiado caro agenciarse el ácido. Y parece efectivo. Afortunadamente, esos casos suceden siempre en países bárbaros y lejanos; salvo alguna que otra mujer maltratada y asesinada, la mujer en el País Vasco es respetada, adorada y tenida por un igual. Incluso dicen que el secular matriarcado vasco aún pervive, bla, bla, bla... No, desde luego no puede compararse con las mujeres hindúes, o somalíes, a las que se somete a la ablación del clítoris. La verdad, tal y como dicen algunos sectores, no hay de qué quejarse: la igualdad se ha conseguido, las feministas han logrado su objetivo, y aquí paz, y después gloria. En cierta manera, es una suerte que esas mujeres regresen a su país natal, y continúen siendo allí bestias de carga. El que sus rostros carezcan de forma (el ácido ha destrozado el tabique nasal, ha abrasado los párpados, ha corroído los labios de modo que las encías y los dientes asoman como los de una calavera) no les impide ser fértiles y sanas, aún muy jóvenes (la menor tiene 12 años, la mayor 28: sólo 12 años, aún 28) y sin duda encontrarán marido, parirán seis u ocho hijos y se considerarán afortunadas frente al los otros 250 casos al año de mujeres agredidas de la misma forma. Es una suerte. Aquí el animal de carga ha de ser no sólo joven y sano, sino también hermoso. Sí, aquí las mujeres se someten a dietas que acaban con parte de su energía, oprimen su carne con prendas reductoras, extirpan el pelo de todo su cuerpo, injertan grasa y silicona en sus pechos y rostros, aspiran la grasa de muslos y tripa, construyen la nariz, arrancan con ácido (irónico) la parte superficial de su piel, tiñen, falsean, crean y enmascaran. Nada de eso es comparable a la crueldad con estas muchachas, pues se hace de modo voluntario, en busca de la belleza. Las mujeres se arreglan para ellas mismas, para competir entre ellas, por vanidad, son así, quién entiende a las mujeres. Sólo es comparable, similar, al menos, el grado de sufrimiento que padecen; la sensación, siempre escurridiza, de aspirar a la perfección, de luchar contra el tiempo, de atrapar la juventud que se escapa, o de llegar a un hipotético mañana en que se sea más delgada, más hermosa, más atractiva. Durante mucho tiempo se culpó de ello a los hombres, ahora se busca otras causas: el consumo, la sociedad, la moda. La mujer madura no existe, la imperfección está vedada. Una abogada, una ministra, una escritora ha de ser bella, o al menos, atrayente. La sociedad, el espejo falso de la publicidad, se alimenta de modelos, de actrices bellísimas que fingen ser abogadas, ministras o escritoras, y que fomentan mentiras, sueños incumplidos en las adolescentes, inseguridad en las jóvenes y frustración en las mayores. Las mujeres hermosas ya no sólo venden alcohol, perfumes o coches: venden mujeres, venden modelos de mujer imposibles de lograr, muñecas de cartón piedra. Venden sufrimiento e insatisfacción, porque es esa insatisfacción la que produce el consumo, y la inseguridad trata de ahogarse comprando. Trata de evitarse la publicidad sexista, pero poco se hace contra la cosificación de la mujer, (la propia Euskal Telebista ha mantenido durante años una cuña en la que el logotipo se difuminaba y formaba la figura de una hermosa mujer con falda corta, que caminaba hacia la nada, decidida y firmemente), contra la visión de la mujer como un objeto más al que se seduce con una bebida, con un coche, o al que se arroja impunemente ácido a la cara. Ojalá esas mujeres puedan ver su rostro recompuesto; eso significaría que podrían ver, las ciegas, y que podrían olvidar sus quemaduras, las demás. Ojalá sepamos mirar, los sabios, los occidentales, en esas mujeres, y podamos reconocer nuestra propia locura, la inútil búsqueda de la belleza, la ridícula perpetuación del sufrimiento.
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