Memoria y mentiras
Se movió la mesa porque estaba temblando la tierra: fue un terremoto, en Nerja, cerca de la medianoche. Estoy acostumbrado a los terremotos suaves: en 1978, en Granada, hubo 100 terremotos en un mes, y ya conocías los pijamas de los vecinos que bajaban las escaleras corriendo, huyendo del miedo. ¿Estoy acostumbrado? No. Creo que al miedo nunca te acostumbras. El miércoles del último terremoto yo estaba leyendo el periódico: leía la necrológica de una vidente sueca, Sadia Andersson, que predecía el futuro y buscaba personas desaparecidas. Ayudaba a la policía. No es raro que la policía recurra a videntes, lo raro es que Andersson encontraba a los perdidos. Predijo el fatal terremoto del 17 de octubre de 1989 en San Francisco. Yo acababa de leer esta nota cuando sentí el terremoto suave. Al día siguiente recibí una novela de Ken Follett: En la boca del dragón. No es raro para mí recibir novelas: ese día recibí excepcionalmente 19 novelas y un ensayo. Teniendo en cuenta que la novela de Ken Follett tiene 393 páginas, y que todas las novelas recibidas son más o menos del mismo peso y tamaño, calculo que recibí unas 6.000 páginas y dos millones y medio de palabras. Pero el caso es que la novela de Follett trata de un terremoto: el FBI lucha contra unos ecologistas fabricantes de vino que, para evitar la construcción de una central eléctrica, pueden provocar terremotos con un vibrador sísmico robado. Los enemigos públicos de hoy son, según la literatura posiblemente más leída, los islámicos y los ecologistas. Robin Cook añade en Toxina un peligro quizá más real: las hamburguesas. Una bacteria asesina escondida en una hamburguesa ataca a la hija de un famoso cirujano. Así que la casualidad me trajo tres terremotos en un día y medio. Mi primer recuerdo es un terremoto. Estoy en el cine Aliatar, ese cine parecido a un estuche de bombones, color vainilla, merengue y rosa oscuro. Todavía existe. Hay que verlo. Y hay que ver las pinturas de Juan Vida en el techo del cine Aliatar: un mar ondulante de recuerdos de excursiones a una playa de domingo. Estoy en el cine Aliatar, con mi padre y mi hermana, en el Oeste, en una persecución a caballo, y, cuando los jinetes saltan un tronco y están en el aire, hay un temblor, se apaga la pantalla, se apaga todo. Vuelve la luz, y mi padre ha desaparecido. Éste es mi primer recuerdo, o uno de mis tres primeros recuerdos. Quizá los primeros recuerdos sean fantasías: si es así son, como todas nuestras fantasías, más verdaderos que si fueran verdaderos. Nos retratan mejor: hablan de quiénes somos o pensamos ser. Jean Piaget recordaba cómo su niñera lo paseaba por los Campos Elíseos y un hombre intentó raptarlo. Gracias a la valentía de la niñera y al auxilio de un guardia, fracasó el secuestrador. Piaget recordaba muy bien la porra blanca del guardia, el uniforme. Quince años después la niñera encontró a Dios, confesó su mentira y devolvió el reloj que le regalaron por su heroica custodia del niño Piaget: todo había sido un invento. Piaget recordaba perfectamente algo que no podía recordar, porque no había sucedido. Hasta lo más nuestro, la memoria, nos engaña.
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