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Inmunidad y soberanía

De toda la barahúnda jurídica que se ha armado en torno a la detención en Londres del dictador chileno Augusto Pinochet por la impertinencia de un juez español queda una cosa en claro: que se acabó eso que el alto tribunal inglés llama "inmunidad soberana" para los crímenes de Estado. En primer lugar, se reconoce que los llamados crímenes de Estado son crímenes. En segundo lugar, se descubre que tales crímenes no tienen un autor abstracto, el Estado, sino uno concreto (en este caso, Pinochet). Y en tercer lugar, y esto es lo verdaderamente novedoso, se acepta que los criminales de Estado pueden ser juzgados por sus crímenes. Que en la práctica el propio Pinochet vaya a ser juzgado, o que se le permita volver a Chile a refugiarse en el olor de su tribu, resulta, también en la práctica, perfectamente secundario. El ejemplo está dado.Es por ese ejemplo que vemos tan inquietos a los jefes o ex jefes de Estado o de Gobierno ante la impertinencia del juez Baltasar Garzón. Les preocupa que tal impertinencia sea vista como pertinente por la opinión pública, si no del mundo entero, al menos de la parte del mundo en que la opinión pública se puede expresar públicamente. Para no hablar de otros, están inquietos los de los tres países más directamente afectados por la iniciativa del juez Garzón: el propio ex presidente Pinochet y el actual presidente Eduardo Frei de Chile; el ex presidente Felipe González y el actual presidente José María Aznar, de España; y la ex primer ministro Margaret Thatcher y el actual primer ministro Tony Blair del Reino Unido. Y es porque a todos ellos les corre pierna arriba un escalofrío. Porque todos saben que a lo mejor algo deben, aunque no hayan llegado a los extremos espeluznantes de barbarie del dictador chileno: deben los gajes del oficio. Si la justicia empieza a meter las narices en el ámbito hasta ahora hermético de los crímenes de Estado, para la gente del gremio se acabó, como diríamos: se acabó el chollo.

Porque antes de la impertinencia universalmente aplaudida del juez Garzón, y durante los últimos cinco o seis milenios, había tres cosas claras. Que el Estado eran ellos. Que la justicia era asunto exclusivo del Estado, o sea, de ellos. Y que el Estado, o sea, ellos, no podía ser juzgado porque no existía ninguna instancia superior a él,salvo, quizá, Dios. "El Estado soy yo", había dicho el rey Luis XIV de Francia resumiendo la opinión de todos ellos, desde Nabucodonosor en adelante. Y la justicia eran ellos, desde el sabio rey Salomón hasta ahora: impartir justicia era no sólo privilegio y monopolio del Estado, sino además su principal fuente de legitimidad. Y en este mundo no podía haber justicia superior a la suya. El juez Garzón cita el caso patético de María Estuardo, que invocó en vano ante los lores su inmunidad soberana: pero lo suyo era más indefensión femenina que debilidad regia. Más a cuento vendría el ejemplo de su pariente Carlos I, que se defendió ante sus jueces diciendo que "un rey no puede ser juzgado por ninguna jurisdicción superior sobre la tierra". Sin embargo, lo condenaron por "tirano, traidor, asesino y enemigo público"; y lo decapitaron.

Pero primero hubo que derrocarlo, claro, tras haberlo derrotado en una guerra civil. Ésa era, tradicionalmente, la única manera de juzgar a los gobernantes por sus crímenes, connaturales a su condición de gobernantes. Cuando la Convención francesa decidió llevar a juicio a Luis XVI, Saint-Just le recordó lo obvio: que era inevitable condenarlo, porque "no se puede reinar inocentemente". Y fue juzgado y condenado, sí, pero porque ya había sido previamente destronado. El juez Garzón cita también el precedente del almirante Doenitz, sucesor de Hitler a la cabeza del Tercer Reich: pero es que ya sus cañones, la ultima ratio de los gobernantes, habían sido deshechos cuando lo llevaron ante el tribunal de Nüremberg. Lo novedoso del caso del general Pinochet es que lo quieren juzgar sin haberlo vencido previamente.

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Está muy bien que así sea. Es un progreso histórico: la gente juzga al Estado, y a lo mejor lo condena. Pero se plantean dos preguntas: ¿qué gente? y ¿a cuál Estado? Es decir: ¿por qué le pasa esto a Pinochet?

Es un criminal, sin duda ("presunto", sí: aunque si él mismo tomó la precaución de auto-amnistiarse en Chile es porque él mismo se presumía criminal). Pero comparado con otros muchos jefes de Estado de los tiempos recientes no pasa de ser un criminal mediocre. Se habla de 4.000 asesinados: los generales argentinos sumaron 30.000, y Suharto de Indonesia medio millón, y Pol Pot de Camboya dos millones, si de cifras se trata. Cualquier presidente democráticamente elegido de Estados Unidos es responsable, en cifras, de crímenes contra la humanidad más grandes que los de Pinochet. Si le ha tocado a ese tiranuelo de segunda convertirse en el chivo expiatorio de los crímenes de todos sus colegas es fundamentalmente por dos razones: su fea imagen y el hecho de que es un tiranuelo de segunda.

Digo su fea imagen de manera literal, si esto puede decirse hablando de una imagen: si no al pie de la letra, al pie de la foto. Pinochet encarna el horror de la tiranía a causa de aquella foto famosa del primer día del golpe que lo mostraba con gafas negras de gánster profesional y los brazos cruzados brutalmente sobre el pecho. Nunca vimos tan crudamente el rostro del poder asesino, ni con Franco, ni con Hitler, ni con Stalin. Y la imagen en este siglo cuenta mucho. La segunda razón es más preocupante: a Pinochet lo juzgan porque es el tiranuelo de un pequeño país.

Mucho hay de cierto en la queja de "injerencia colonial" que levanta la derecha chilena contra el juicio internacional a su héroe, aunque haya una ironía paradójica en el hecho de que sea esa derecha cipaya, amiga de la injerencia colonial (empezando por aquella del gobierno norteamericano que puso a Pinochet en el poder) la que la denuncie ahora. A la inversa, tal vez los españoles que ahora dicen que con agrado hubieran aceptado una injerencia externa democrática para juzgar a Franco no se dan cuenta de que de paso están legitimando la injerencia externa fascista de Alemania y de Italia que ayudó a la victoria de Franco en la guerra civil. Pues este juicio a Pinochet es sin duda una injerencia en los asuntos internos de Chile, por noble que sea la causa que se invoca.

¿Cuándo ha habido una injerencia colonial que no invocara causas nobles? Llevar la civilización a los salvajes, convertir a los infieles a la verdadera fe, erradicar el delito nefando de la sodomía, o el horrendo del canibalismo. El presidente norteamericano John Quincy Adams justificó las guerras del opio contra China con el argumento de que, en obediencia al segundo mandamiento de la ley del Dios de los cristianos, había que obligar a los chinos a "amar a su prójimo": es decir, a respetar el libre comercio. Esto sucedía hace casi dos siglos, pero ¿acaso el presidente Richard Nixon no instigó y financió hace 25 años el golpe militar del propio Pinochet para impedir que Chile "cayera en las garras del comunismo", que era un pecado entonces? Las causas nobles son cambiantes. Hace sólo diez años, en nombre de la lucha contra el narcotráfico maligno, el presidente George Bush invadió Panamá para juzgar al general Noriega. Es perfectamente posible imaginar que mañana un gobierno norteamericano de la derecha puritana -el del hijo de Bush, sin ir más lejos- practique la "injerencia humanitaria" -judicial, bélica, o las dos cosas- para castigar a todos los gobiernos que permiten ese "crimen contra la humanidad" que, en opinión de muchos, es el aborto.

Decía la prensa que había habido risas en la sala del tribunal londinense cuando el defensor de Pinochet evocó la posibilidad hipotética de que algún juez extranjero pretendiera llevar a juicio a la reina de Inglaterra por las matanzas de la guerra de las Malvinas. Pero no hay de qué reír.

Antonio Caballero es periodista.

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