Lo que queda de LorcaFERNANDO VALLS
No sé si queda todavía alguien que no haya echado su cuarto a espadas sobre Lorca. Una vez que los filólogos han hecho su trabajo, y lo han hecho bien, han llegado aquellos a los que les parece mal que se insista poco o mucho en su izquierdismo, su homosexualidad o su asesinato. Sin que tampoco falte la contribución de nuestro premio Nobel, también en esta ocasión en forma de exabrupto, ni la no menos oportuna del consejero Pujals, que esta vez -y sin que sirva de precedente- ha cerrado el puño y ha levantado el pulgar hacia arriba ("Lorca forma parte de nuestro imaginario cultural", dixit), ni la exasperación de los que ya no pueden soportar ni una línea más sobre Lorca, seguramente por lo sabido que lo tienen. Cuando se han cumplido 100 años de su nacimiento, de muy pocos escritores del siglo XX se conoce tan bien su vida y su obra. Sus libros están modélicamente editados (en Cátedra, Alianza y Círculo de Lectores), su obra bien estudiada (véase, por sólo citar un ejemplo reciente, el esclarecedor ensayo de Julio Huélamo sobre El público) y su epistolario recogido y anotado por Andrew A. Anderson y Christopher Maurer. Ni que decir tiene que aparecerán más cartas y nuevos datos sobre su vida, pero creo que lo fundamental lo sabemos ya. ¿Qué queda, entonces, por hacer? Lo único, de verdad, importante: leerlo y releerlo, oír sus versos, ver los cada vez más frecuentes montajes de sus obras teatrales. Hasta hace todavía muy pocos años, el Lorca de casi todos, españoles y extranjeros, era casi exclusivamente el autor del Romancero gitano, Yerma, Bodas de sangre y La casa de Bernarda Alba. En suma, la idea general que imperaba era la de un escritor con una obra popular, preñada de exotismo, en la que se admiraba tanto lo antropológico como lo literario. Algo de lo que, en carta a Jorge Guillén, ya se quejó en vida: "Me va molestando un poco mi mito de gitanería. Confunden mi vida y mi carácter...". Pero después de los trabajos publicados en las dos últimas décadas, de la edición de sus obras de juventud y de los llamados Sonetos del amor oscuro, de montajes como los de Víctor García (Yerma), Lluís Pasqual (El público y Comedia sin título), José Luis Alonso (El retablillo de don Cristóbal) y el más heterodoxo pero muy sugestivo de Metadones (La Bernarda es calva); después, digo, de oírselo cantar a Enrique Morente, Carmen Linares, Amancio Prada o Carlos Cano, o decir a Alfredo Alcón y Juan Echanove, se han abierto nuevas y enriquecedoras perspectivas. A la luz de todo este conjunto, la obra de Lorca ha adquirido hoy una nueva dimensión, que yendo más allá del autor trágico costumbrista que tan bien supo captar las esencias de lo popular, del escritor asesinado por la derecha, lo convierte en uno de los pocos autores españoles de este siglo con hechuras universales. Así, su obra no ha hecho más que enriquecerse y crecer con el paso del tiempo. El Lorca que ahora tenemos a nuestro alcance, tanto en los libros como en las tablas, es un autor con muchos más registros, pero también más contradictorio y enigmático, y -por tanto- más rico que el de hace unas décadas. Estos días, cuando parece que hemos logrado sobrevivir al amenazante 1998, viendo la exposición del CCCB, puede uno preguntarse qué queda de Lorca, qué va a permanecer de su obra una vez que los historiadores de la literatura han hecho su trabajo y ha sufrido la prueba de fuego del manoseo de políticos y gacetilleros, de esos que entonces llamaban putrefactos. Y aunque el envite sea arriesgado, me parece que lo que sigue interesando de Lorca es su habilidad para compaginar lo popular y lo culto, la tradición y la vanguardia, en una obra que se caracteriza por la riqueza y condensación verbal, por la profundidad simbólica y ambición metafórica, y por su capacidad para convertir lo folclórico en esencia, en jondura. Ahora que disponemos de buenas ediciones de su obra de juventud, nos llevamos más de una sorpresa al leer estos textos tempranos a la luz de sus trabajos de madurez. Qué duda cabe de que el ya mítico viaje a Nueva York y La Habana, en 1929 y 1930, alivió su existencia y transformó su obra, pero no es menos cierto que algunos de esos hallazgos que encontramos en Poeta en Nueva York, El público y Así que pasen cinco años, y estoy citando tres libros capitales, los encontramos en forma más o menos embrionaria en su obra anterior. Lorca es, como pocos autores del siglo XX, un artista total, como -a su manera- pueden serlo también Joan Brossa y Francisco Nieva. Y aunque es más sabido, quizá no sea inútil recordar que su trabajo creador no sólo se ciñó a la poesía y al teatro (como autor, director -en la Barraca y en el Anfistora- y actor), sino que cultivó la prosa, el dibujo ("pintura de poeta" la llamó Joan Miró), la música y el guión cinematográfico. Todo apunta a pensar que su enriquecedora amistad con Dalí y Buñuel propició también la escritura en 1929 de Viaje a la luna (cuya versión cinematográfica, de Frederic Amat, puede verse en la citada exposición del CCCB), como una respuesta a ese perro andaluz que quizá fuera Lorca, pero también como una manera de estar a la altura vanguardista que sus atrabiliarios compañeros de residencia le exigían. De Lorca, en suma, una vez despojado del lastre folclórico y de lecturas reduccionistas, nos queda toda su rica producción, que aparece estrechamente interrelacionada. Así, lo que en sus poemas se muestra oscuro aparece cristalino en su teatro, de la misma manera que sus versos aclaran muchos de sus pasajes teatrales. A unos podrá gustarle más esa pequeña obra maestra que es Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín, otros preferirán el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías o El diván del Tamarit, pero si queremos disfrutar de su literatura y entenderlo en toda su complejidad debemos frecuentar el conjunto de sus textos con una mirada despojada de prejuicios. Lo que cada vez parece más claro es que muy pocos escritores han mostrado como él lo ha hecho, de una forma tan sutil, con tan logradas metáforas, los enigmas de la existencia humana, de la muerte. Lo que plantea Lorca, en suma, es lo que significa el deseo y las frustraciones que acarrea, la imposibilidad de vivir como se quiere, sin caretas, de ser uno quien es, que no es al fin y al cabo más que la lucha feroz entre realidad y deseo. Pocos temas hay tan intemporales y tan universales, quizá por eso nunca ha estado Lorca tan vivo como lo está hoy.
Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona.
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