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Las barranquillas

En Madrid, con el trapicheo de la droga sucede como con la energía, que nunca se destruye, sólo se transforma. Así ha ocurrido y sigue ocurriendo en los poblados de infraviviendas constituidos en hipermercados del narcotráfico. Cada vez que la Administración logra reunir todos los requisitos legales y económicos para desmantelar uno de estos núcleos de marginación, el mal reaparece indefectiblemente en algún otro punto. El último y más claro ejemplo de este fenómeno es lo acontecido en el poblado vallecano de Las Barranquillas. Allí donde hasta ahora habitaba una treintena de familias dedicadas a la recogida de chatarra o de cartones y a las chapuzas. Era un asentamiento limpio de drogas en el que algunas ONG trabajaban en el intento de humanizar un poco la vida de sus residentes empeñados en apartar a sus hijos de esa maldita espiral.Lo habían logrado hasta el pasado verano en que, ante las crecientes protestas vecinales, la policía empezó a presionar en los poblados de La Celsa y de La Rosilla. Los narcos que peor soportaban el acoso policial fueron desplazándose a Las Barranquillas, donde se sentían más al abrigo de miradas incómodas. Esos moradores indeseables fueron incrementando su población, aunque la auténtica explosión demográfica no llegaría hasta el mes pasado, coincidiendo con la demolición del poblado de Torregrosa. La mudanza de los que trapicheaban en ese núcleo ha llegado a triplicar el número de habitantes en Las Barranquillas, ahora convertido en un próspero abrevadero de la llamada "Ruta de la Papelina". Para los que comercian con heroína, aquel emplazamiento tiene la ventaja de ser muy discreto por hallarse en el antiguo cauce de un arroyo y, lo que es más importante, lo suficientemente alejado de las zonas residenciales para que no haya gente dispuesta a movilizarse contra su presencia. Los narcos entienden que no habiendo vecinos dando la lata en año de elecciones, los políticos tampoco se la darán a ellos y todo quedará bien tapado bajo la alfombra. Nadie, desde luego, le ha puesto impedimento alguno a la edificación de nuevos chamizos, y las decenas de mecheros que cada noche encienden los toxicómanos para calentar los chinos que inhalan atestiguan el éxito alcanzado. Está claro que no basta con desmantelar los poblados. Está claro que la acción policial nunca será lo suficientemente eficaz como para erradicar este comercio de muerte. Y, lo que es peor, está claro que en el hipotético y utópico caso de que la presión policial lograra eliminar el narcotráfico de raíz, siempre quedaría el problema de los miles de toxicómanos reclamando desesperadamente su droga. Son premisas incuestionables que conducen a pensar que algo muy distinto hay que hacer si queremos cambiar la situación.

Un grupo de intelectuales de todo el mundo, entre ellos ocho premios Nobel, han suscrito un manifiesto a favor de la legalización de las drogas como única salida posible. Ellos entienden que la actual política de represión favorece el crecimiento de la demanda de consumo, originando poderosas mafias y obligando a delinquir a los consumidores hasta desbordar los juzgados y las cárceles de los Estados. Por el contrario, quienes se manifiestan contra la despenalización consideran que legalizar las drogas haría aumentar el consumo y que los menores seguirían consumiéndolas en el mercado negro. Ambos argumentos pueden ser válidos, pero la pregunta es si no habría alguna situación intermedia que permita salir del túnel sin efectos secundarios. En esa línea están ahora trabajando varias organizaciones humanitarias y especialistas con experiencia directa. Ellos piensan que a los heroinómanos severos, muchos de los cuales han fracasado en varios programas de rehabilitación, sería mejor suministrarles la droga bajo control médico. Hacerlo evitaría las muertes por sobredosis o adulteración. Evitaría también el que se vieran obligados a robar para pagar sus dosis y, lo que es igualmente importante, rompería un mercado en el que unos canallas están obteniendo con descaro cantidades ingentes de dinero capaz de corromper a la sociedad y comprar voluntades. Merecería la pena intentarlo, y el riesgo es mínimo, porque lo de ahora es el peor de los posibles. Nada peor que lo que hemos consentido en Las Barranquillas.

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