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"Gudaris" o arrepentidos

Al final, como no podía ser de otra manera, los bilbaínos han terminado por confiar la cocina del restaurante del Museo Guggenheim al chef guipuzcoano Martín Berasategui. Todo un síntoma de universalidad en un hemisferio que, hasta hace poco, era tan tribal que los vascos de Vizcaya no reconocían la existencia de los guipuzcoanos ni en la forma de elaborar la salsa de los chipirones. El restaurante del Guggenheim es un oasis de modernidad estética y buen gusto que acabará por pulir a los más recalcitrantes y atávicos chovinistas. El menú, largo y estrecho, sin llegar a la perfección de una cocina menos masificada, permite el encuentro con la buena mesa vasca después de recorrer el universo arquitectónico de Frank Gehry. Allí almorzamos el 25 de octubre, el día de las elecciones vascas, haciendo tiempo para conocer los resultados, la gente de Tele5. Ocupábamos una mesa centrada en el comedor Luis Fernández, Angels Barceló, Pedro Valentín, Vicente Vallés, Mikel Lejarza y yo mismo, entre otros; a pocos metros disfrutaban también de la ensalada de bogavante Iñaki Gabilondo, Josep Ramoneda, Antonio Ferreras y los demás gurus de la cadena SER, consagrando al Guggenheim como referencia obligada de Bilbao para los grandes acontecimientos, incluso a la hora de los boletus edulis con salsa de ajos confitados.Todo iba rodado hasta que empezaron a caer sobre nuestra mesa unos huesos, al parecer de pollo, apurados por quien sin duda tenía un hambre antigua y miserable. Esporádicamente llovían los restos como proyectiles de obús, en parábola, sobre nuestro mantel blanco, con la buena fortuna para nosotros que esquivaron a las personas y solamente llegaron a amenazar alguna de las copas bendecidas por vino de Rioja. Los desperdicios siguieron cayendo con cierta regularidad hasta el final del almuerzo, dándonos ocasión para comprobar que su trayectoria tenía origen en una mesa escondida detrás de un recoveco, en donde cuatro jóvenes uniformados como las huestes de Jarrai hacían esfuerzos por disimular sus agresiones, como en el comedor de una escuela primaria.

El precio de la paz. La euforia generada por la tregua de ETA es proporcional al cansancio y a las ansias de paz de la sociedad española. Desde el primer momento apareció el riesgo de una suerte de síndrome de Estocolmo, traducido en una cierta comprensión de las razones de ETA y un agradecimiento desbordado porque los asesinos dejaran de serlo. Se empezaron a oír voces que con sutileza o ingenuidad reclamaban la paz a cualquier precio, bajo el eufemismo de que esta oportunidad no se podía desaprovechar. Entre los ingenuos o simples de entendimiento están quienes piensan que una cesión de soberanía y la claudicación a las pretensiones políticas de ETA, a cambio de que no haya muertos, es un precio razonable. No calibran los riesgos para el futuro. Una negociación en esos términos significaría necesariamente la renuncia a un proyecto solidario para España y la germinación de una cierta legitimidad para que la violencia sea la forma de conseguir futuras conquistas políticas o sociales. Entre los sutiles, o no tanto, aparecen siempre los que no han sido capaces de disociar sus legítimas aspiraciones nacionalistas, del trampolín que en determinados momentos les ha proporcionado la violencia, aun cuando formalmente no puedan ser acusados por eso.

El clima de opinión pública que se ha creado amenaza con constituirse en un nuevo chantaje. Cualquiera que enfríe el entusiasmo en esta negociación, afirmando que la paz sólo es posible manteniendo intacta la soberanía de las instituciones del Estado, para que las secuelas de la negociación no sean el germen de futuros conflictos, está abocado al linchamiento de los gurus. De los que siguen coaccionado nuestra libertad de pensamiento en el País Vasco, con la sombra de las pistolas, y en Madrid, con el terrorismo de la letra impresa.

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La dignidad de las víctimas. En esta historia, los principales testigos mudos son las propias víctimas del terrorismo. Su presencia es incómoda porque recuerda la barbarie que todos queremos olvidar, cuando el olvido es, precisamente, la garantía de que la paz sea posible, estable y duradera. Cuando les preguntan a cualquiera de los cientos de víctimas de ETA: "¿Es usted partidario del perdón?", les colocan en el disparadero de convertirse en el principal obstáculo para la paz, a no ser que digan inmediatamente que sí y sin condiciones. Incluso en este frente, que es el más sensible, se está creando el estado de ánimo de que la excarcelación de los presos está descontada de antemano en la negociación. El presidente José María Aznar, de forma inteligente, ha anunciado una partida de 60.000 millones de pesetas para resarcir a las víctimas, dando por supuesto que los terroristas nunca pagarán las indemnizaciones. Esta iniciativa hay que considerarla como un acto de justicia y no como una maniobra para acallar las voces de las víctimas durante este proceso. Si es verdaderamente así, el pago de esas indemnizaciones no puede depender del resultado feliz de las negociaciones con ETA. De otro modo, ese gesto sería sólo una pieza más de una estrategia de conveniencia política y no un acto de equidad. El presidente debiera aprobar cuanto antes esa partida presupuestaria y pagar a las familias de los perjudicados, zanjando cualquier otra sospecha, independientemente de lo que pase después con ETA.

Regreso sin banda de música. La paz en Euskadi, además de ser el acto formal de que los criminales dejen de serlo, tiene que permitir el reencuentro de las víctimas y los verdugos, para que la sociedad se normalice. En caso contrario, en el País Vasco quedará latente un conflicto que se podrá volver a abrir en próximas generaciones, e incluso a conveniencia de los actuales asesinos. Es necesario que los verdugos pidan perdón a las víctimas sin llegar a un acto de humillación innecesario, pero, como reconocimiento de una deuda moral colectiva para que el resentimiento se cure con el bálsamo del tiempo. Sólo así el cruce de miradas en una calle de cualquier pueblo de Guipúzcoa entre quien asesinó y la familia del vecino sacrificado podrá producirse sin que explote por dentro un odio irreversible. No tenemos derecho a olvidar lo que ha ocurrido porque el perdón se sustenta, precisamente, en la memoria. ETA ha sido, es y será una organización terrorista que no tiene sitio en la sociedad vasca. La salida generosa desde el Estado de derecho necesita que desaparezcan o que se transformen en otra cosa, para que el perdón pueda ser efectivo, y con él, la normalidad democrática.

Es especialmente llamativo el miedo que se le ha cogido a las palabras. El presidente del Gobierno, en una rueda de prensa formal, por lo tanto no improvisada, se refirió a ETA como el Movimiento de Liberación Nacional Vasco (MLNV), que es como los nacionalistas se refieren a este entramado de ETA, en vez de decir lo que son: una organización terrorista. ETA utiliza esa denominación porque reivindica tener una coartada patriótica y política para sus crímenes. Es la primera vez que un gobernante en España comete esta torpeza. ETA, es evidente, nunca ha sido movimiento liberador de nada y sólo designarle de esa manera tiene que provocar la náusea. Pero, además, puede ser el origen de un cierre en falso de todo el proceso de paz. No es casualidad que la semántica sea uno de los fundamentos de los terroristas para exportar sus justificaciones, tratando de contagiar al resto de los ciudadanos la idea de que su lucha tiene algún soporte conceptual y político admisible. Los miembros de ETA son terroristas y no podemos claudicar otorgándoles una esencia distinta, porque eso prostituye conceptualmente y de raíz cualquier proceso que ahora se inicie.

Escribir estas líneas tiene el peligro de levantar la sospecha de que se pretende dificultar el acuerdo. Nada más falso. Cualquier negociación complicada requiere inteligencia, firmeza y flexibilidad. En este caso, también grandes dosis de generosidad, pero nunca claudicación. Tenemos derecho a ser generosos, pero no a falsificar la historia, y mucho menos aún a manchar la memoria de las víctimas.

Una Euskadi sin hueso de pollo. Podría suceder algo que todavía fuera peor que la vuelta de ETA a los crímenes que han sido su razón de ser: el regreso de los terroristas a casa como si fueran héroes de una guerra de liberación que nunca ha existido y que conceptualmente nunca podemos reconocer. Si las negociaciones culminan bien, llegará un día, como ocurrió en 1977, en que todos los presos podrán ver la luz de la calle, aun cuando algunos de ellos tengan que esperar años. Pero si vuelven a casa como héroes, tendremos la garantía de una nueva hornada de abertzales violentos. Siempre recordarán que el terrorismo consiguió no sólo la impunidad, sino, además, la gloria para los que lo practicaron.

Cuando terminamos el magnífico almuerzo del Guggenheim, Mikel Lejarza y yo nos acercamos a la mesa de los artilleros que habían amenizado nuestro almuerzo con los despojos de sus platos. "Se os han caído unos huesos", les dije, mirándoles a los ojos. El más avezado, sin duda, en amedrentamientos callejeros me respondió: "No se nos han caído. Los hemos tirado para que no estuvierais cómodos, porque así no volveréis más a Euskadi". Mikel Lejarza, en euskera, que también es su lengua, les comunicó su renuncia a ser emigrante de su propia tierra. Y yo, sencillamente, les dije que el almuerzo había sido estupendo, incluso con la nota pintoresca y atávica de los huesos. "De momento -añadí- hemos conseguido que sustituyáis la Goma2 por las extremidades de un ave. Todo un síntoma de que algo llevamos ganado".

Carlos Carnicero es periodista.

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