Fatigas gramaticales
La necesaria adaptación cultural que ha suscitado la igualdad entre los sexos no se halla exenta, sin embargo, de inútiles agitaciones. En mala hora mantuvo la lengua castellana su diferenciación de géneros: desde ahora la política nos va a exigir prolongar los sustantivos en función de composiciones kilométricas, de interminables circunloquios. Algunos próceres han modificado su discurso. Lo sustentan mediante las interminables inyecciones de abundante saliva que precisa la repetición del género. Hablan de "Los ciudadanos y las ciudadanas" o de "Los niños y las niñas". Los más consecuentes se obstinan en distinguir incluso donde la lengua no lo hace: "los y las representantes". Hay ya directrices al respecto, emanadas desde los poderes públicos, que es un modo eufemístico de referirse al poder. Uno entiende la insistencia en esas fórmulas cuando las utiliza el estamento político. Su uso está justificado porque busca una recompensa directa: el voto. Pero el que escribe mentiría como un bellaco si dijera que, cuando no se juega nada, por ejemplo en un bar, alude a "los chicos y las chicas", "los camareros y las camareras" o "los y las superintendentes". De hecho, ninguna de sus amigas lo hace y eso le tranquiliza. Este nuevo lenguaje guarda la irrazonable pretensión de destruir toda una cultura lingüística y retorcer las palabras mediante sumarísimas resoluciones de boletín oficial. La historia ha demostrado que la lengua no cambia a golpe de decreto. En vano quisieron los revolucionarios franceses bautizar con nuevos nombres a los meses del año: nos queda sólo el recuerdo de Termidor, para aludir al mes en que se produjo la histórica toma de La Bastilla. Quizás eso sólo ha servido para que nadie sepa, al final, en qué fecha se produjo tan celebérrimo asalto: a ver quién recuerda exactamente por qué parte del calendario se dejaba caer Termidor. Pero si del lenguaje oral, siempre irreductible, pasamos a la amena lectura de algunos documentos, la perplejidad alcanza límites excelsos. "Los/as usuarios/as" o "L@s usuari@s" conseguirán torturar la ortografía (y la ortología) que se enseña en las escuelas infantiles. Los papeles sindicales son especialmente militantes al respecto; de hecho son impronunciables. En esto, como en tantas otras cosas, existen los cambios razonables, que debemos alentar, y los cambios estériles, que sólo puede alumbrar una mente estalinista. Cuando la lengua ofrece oportunidades para orillar discriminaciones hay que hacer el esfuerzo de usarlas: no parece conflictivo, por ejemplo, dejar de aludir a "el hombre", para hablar de "el ser humano", o sustituir, cuando es posible, "los hombres" o "los ciudadanos" por "las personas", cuyo género femenino parece al fin que a nadie agrede. Hay propuestas viables, sobre todo para la lengua escrita, que permiten esquivar el sempiterno género masculino: "los aficionados y las aficionadas" no resulta un colmo de elegancia literaria, y se puede evitar la disyuntiva mediante "la afición". Es curiosa la especial delicadeza que a este respecto ha mantenido siempre la lengua vasca. Los escasos nombres que en ella se diferencian según el género (seme y alaba, para hijo e hija, o errege y erregina para rey y reina) crean un plural compuesto (seme-alabak o errege-erreginak, que no son un invento de laboratorio sino ejemplar criterio de la lengua). El progresismo de baratillo que supone en el euskera un reducto de negrura preilustrada lleva décadas pagando su tributo a la ignorancia. Pero la inteligencia debería plantear una resistencia civil frente a las propuestas inconcebibles, frente a ese amasijo de barras, guiones, arrobas y conjunciones copulativas que amenazan con alejar al lenguaje escrito no sólo de la lengua hablada, sino (lo que es peor) de la mera realidad. Al final, resulta bastante peregrino especificar, por ejemplo, que sobre la tierra hay demasiados/as fanáticos/as: es algo que se sobreentiende.
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