Yeltsin como obstáculo
Durante siete años, Borís Yeltsin ha dominado Rusia sin fisuras, sin permitir la menor sombra de nadie. En momentos de crisis, la vida política se definía en torno a su persona, a favor o en contra de un presidente omnipotente. La situación ha cambiado irreversiblemente. El hombre de 67 años que vegeta en Sochi ya no es más que una cáscara de poder. En el día a día de la otrora superpotencia, sus facultades han ido pasando al primer ministro, Evgueni Primakov. El Tribunal Constitucional ruso sancionó ayer la irrelevancia política de Yeltsin, cuyo mandato no expira hasta junio del año 2000, vetando expresamente su reelección. Una decisión que el propio presidente ha anticipado, pero que los jueces no se habían atrevido a alcanzar mientras Yeltsin ejercía de verdad el poder.La sucesión presidencial en ese lapso no tendría por qué suscitar especial inquietud en otras condiciones. Pero Rusia vive una situación extrema. De ahí que un 75% de los rusos se pronuncie por la dimisión anticipada del presidente, según los últimos sondeos. Moscú negociaba ayer con EE UU, sin ponerse de acuerdo en las condiciones, una ayuda alimenticia de 600 millones de dólares; una misión de la Unión Europea discutirá hoy con las autoridades un paquete de socorro humanitario que permita salvar el invierno -comida, medicinas- a la parte más maltratada de la población; el jefe económico del nuevo Gobierno, el comunista Yuri Maslyukov, anunciaba el martes que Rusia necesita reescalonar su deuda externa (casi 20.000 millones de dólares vencen en un año) porque no puede pagarla.
Desde su nombramiento hace casi dos meses, Primakov, último superviviente de la era soviética, ha rechazado reiteradamente la idea de una Rusia débil: "Somos una gran potencia y nos mantendremos sobre nuestros dos pies en cualquier circunstancia". Pero esta retórica no se compadece con un país que no puede alimentarse, pagar sus facturas exteriores o mantener unas Fuerzas Armadas con armas nucleares.
Una dificultad crucial es que el Gobierno de Primakov carece de credibilidad. Tras siete semanas de tira y afloja y con muchas citas al new deal, la circunstancial alianza que mezcla a comunistas con liberales o ultranacionalistas ha alumbrado un confuso plan económico preliminar que promete a la vez restaurar la quebrada disciplina fiscal, apoyo estatal para la industria y los bancos agonizantes, una inflación moderada y el pago de nóminas atrasadas a los sufridos ciudadanos haciendo funcionar (el Kremlin asegura que con moderación) la máquina de imprimir rublos. El escarmentado Fondo Monetario se niega a apoyar esta suerte de capitalismo de Estado y exige, antes de seguir desembolsando parte de los 22.000 millones de dólares acordados en julio pasado, que el asalto a la economía de mercado sea sustituido por un presupuesto realista para 1999. El escepticismo internacional se refleja en las previsiones de algunos bancos de inversión occidentales, que anticipan un desplome del valor del rublo hasta 100 por dólar, frente a los 16 o 18 actuales.
En las circunstancias rusas, la ayuda financiera exterior no basta. Para evitar el abismo son imprescindibles un Ejecutivo y un Parlamento comprometidos a fondo con genuinos cambios estructurales, difíciles de digerir por unos ciudadanos legítimamente descreídos y exhaustos. Semejante new deal no puede surgir de los ingredientes políticos que acaudilla ahora Primakov. Necesita imperativamente de los poderes de un nuevo presidente ruso capaz de romper la cristalería con un programa de reformas económicas reales que no puede esperar dos años.
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