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Mercados emergentes, instituciones en precario

El autor cree que ciertos países deberían controlar más su sistema financiero

La amenaza de una crisis financiera generalizada avanza de nuevo por América Latina. Y a diferencia de lo que aconteció hace casi tres años, no son razones internas, relacionadas con la situación de los mercados financieros de la región, las que directamente han provocado la aparición del nuevo contexto de inestabilidad, sino que éste es sobre todo consecuencia del efecto contagio que desde Rusia y el este de Asia se extiende al conjunto de los llamados mercados emergentes. La globalización de los flujos financieros, que durante los dos últimos lustros favoreció una evolución casi exuberante de algunos de esos mercados, se ha convertido ahora en una trampa mortal que compromete las perspectivas de crecimiento de sus economías. Cuando mejor se estaban comportando allí los mercados de capitales, luego de una década de vivas reformas, más sombría ha surgido la tormenta financiera. Un fenómeno paradójico que contribuye a explicar por qué muchos agentes -inversores o agencias multilaterales- a los que se presuponía enormes dosis de información y capacidad predictiva, dan muestras de estar sumidos en la perplejidad.Siendo todo eso cierto, constituiría un error olvidar algunos factores relativos a la evolución interna de los mercados de capitales en América Latina, que fueron claves para la explosión del efecto tequila de 1994-95, y que, por incidir negativamente sobre la credibilidad de esos mercados, juegan también un papel en las dificultades del presente. Los modos y ritmos con que ha venido avanzando la reforma de estructuras y políticas financieras, y la configuración institucional en que se encuadran, son factores cruciales a los que es necesario atender para comprender el problema.

Cuando a partir de 1980 se extienden los experimentos liberalizadores a los sistemas financieros en distintas partes del mundo pasan éstos a ser más eficientes, pero las situaciones de inestabilidad y crisis se hacen moneda común. Si durante las cuatro décadas anteriores bastaban los dedos de las manos para contar los casos de insolvencias bancarias significativas, ese tipo de episodios se multiplican desde los primeros ochenta: algunos estudios solventes han registrado 86 episodios de insolvencia en 69 países, de los cuales 18 casos corresponderían al área latinoamericana. Además, los costes de la crisis en ese área fueron muy superiores a los observables en el mundo desarrollado: el rescate bancario de 1994 y 1995 exigió recursos de un 12% a un 15% del PIB en México, de un 18% en Venezuela y de más de un 25% en Argentina; el coste de las crisis bancarias de los primeros noventa osciló entre un 3% y un 5% del PIB en Estados Unidos, Noruega o Suecia.

Sin embargo, cuando las reformas liberalizadoras comenzaron en América Latina en torno a 1987, un cambio de rumbo en esa dirección se hacía imprescindible. El régimen de estrictos controles administrativos sobre todo tipo de variables financieras -de los tipos de interés a los flujos de crédito- se revelaba como un modelo agotado, pues lastraba cualquier posibilidad de innovación, evitaba que surgieran intermediarios financieros modernos y desestimulaba el ahorro interno. Se trataba, en fin, de una estructura financiera ineficiente, poco profunda y de escasa diversidad institucional y operativa, que se disponía como un factor de estrangulamiento de la economía. A mediados de los ochenta, por tanto, no había alternativa racional a la liberalización financiera.

A ello se pusieron numerosos gobiernos de la región, en no pocas ocasiones, eso sí, con un notable exceso de celo. Así, la eliminación de los controles de cambio avanzó en un buen número de países -conocidas excepciones se dieron en Chile y Colombia- con unas alegrías que hoy se nos revelan temerarias. Junto a ello, y de un modo igual de rápido, pero con mayor sensatez y reflexión, se liberalizaron las tasas de interés activas y pasivas, se suprimieron circuitos privilegiados y límites al crecimiento del crédito, se abrió el mercado a la banca extranjera y bancos públicos fueron privatizados.

Por lo demás, los tecnócratas que gestionaban la línea de reformas parecieron ser conscientes de que la desaparición de los controles dibujaba horizontes repletos de peligro: entre otras razones, el vivo recuerdo de las funestas experiencias en Argentina, Chile y Uruguay a finales de los setenta, cuando la locura ultraliberalizadora de los gobiernos militares condujo a una crisis financiera devastadora, obligaba a la mesura. Por eso se puso en marcha un conjunto de normas de regulación prudencial y supervisión de riesgos de los sistemas bancarios, diseñadas, por vez primera en la región, de acuerdo con criterios internacionalmente aceptados (en líneas generales, las normas de Basilea respecto a ratio de solvencia, capital mínimo, etcétera). Caben distintas justificaciones para defender racionalmente la imposición de tales normas, la más relevante de las cuales hace referencia a la distribución asimétrica de los flujos de información entre los distintos agentes (depositantes, banqueros, prestatarios) que caracteriza a los mercados financieros. La acumulación excesiva de riesgos que se deriva de una situación tal tenderá inevitablemente a presentarse con mayor crudeza en mercados en formación, como los latinoamericanos.

En principio, dadas las circunstancias anteriormente señaladas, nada habría que objetar a este cambio en el estilo regulatorio, aparentemente pensado para añadir eficiencia y profundidad a los mercados de capitales, sin con ello dañar en profundidad sus condiciones de estabilidad. Sin embargo, aunque en lo relativo al primer punto la situación mejoró, los resultados obtenidos se encuentran lejos de los buscados, y no es difícil establecer una relación causal entre el despliegue de las reformas y la irrupción de las intensas crisis bancarias de mediados de esta década.

Y es que la eliminación de los controles administrativos favoreció que un entorno de cierto desorden se adueñara de la escena financiera. Muchos bancos se lanzaron a una agresiva política de acrecentar su cartera de créditos, generalmente desde posiciones fuertemente apalancadas. La consecuencia fue, obviamente, que los mercados de crédito crecieron desmedidamente en casi todos los países de la región durante los primeros noventa. En México, por ejemplo, la expansión de los flujos crediticios casi decuplicó la del conjunto de la economía entre 1990 y 1993. En una situación como ésa, no es de extrañar que los controles sobre la calidad de las carteras se relajaran, que se asumieran riesgos excesivos y absurdos, y que el sesgo hacia la financiación del consumo o de inversiones insensatas se hiciera más visible: que aumentara, en definitiva, la fragilidad financiera en la región. El fantasma de la crisis no podía tardar en presentarse.

¿Cuál fue el factor decisivo en esa problemática evolución? ¿Por qué las normas de regulación prudencial no consiguieron su objetivo de embridar los riesgos? La explicación radica en que, a diferencia de los métodos de control administrativo, mucho más simples y directos, la capacidad efectiva de aplicar con eficacia regulaciones prudenciales descansa sobre algunos condicionantes objetivos que no en todas las economías se cumplen. El fundamental es la disposición de un sistema adecuado de instituciones capaces de hacer que la información fluya entre los agentes de un modo equilibrado, que las anotaciones contables resulten veraces y, sobre todo, que las normas formales se cumplan. Sin todo ello, estaremos más bien ante un juego burlesco compartido, en el que la imprescindible confianza de los agentes será sólo ocasional.

En los países latinoamericanos, sin embargo, la presencia de esas instituciones es más la excepción que la regla. Estudios recientes han mostrado que el grado de aplicación real de las normas legales es muy baja en la mayoría de esos países, como también lo es la fiabilidad de los criterios contables vigentes; y todo ello al margen de la escasa capacitación técnica del personal encargado de ejercer tareas de supervisión complejas. No es de extrañar, por tanto, que se hayan detectado numerosos casos en los que los requerimientos de solvencia incluyen sólo una porción pequeña de los activos de riesgo, o en los que, más simplemente, la exigencia legal se incumple al presentarse problemas de liquidez.

¿Qué lección puede extraerse de estas experiencias, cuando tantas cosas se ponen en cuestión respecto a las políticas financieras del pasado inmediato? La principal, y la más generalizable al conjunto de los mercados emergentes, es la necesidad de repensar la secuencia de las reformas, reintroduciendo algunos procedimientos de control directo y selectivo mientras no existan garantías de que las prácticas supervisoras funcionan. Y en vista de que ello depende de factores difícilmente mudables, cabe conjeturar que por largo tiempo esos controles seguirán siendo necesarios.

Xosé Carlos Arias es catedrático de Economía Aplicada en la Universidad de Vigo.

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