Ariadna Gil mantiene viva la pasión que puso Ricardo Franco en "Lágrimas negras"
Fernando Bauluz, sustituto del director fallecido, concluye con corrección la película
Lágrimas negras, segunda película española en concurso, dejó aquí ayer el sabor amargo de un poema inconcluso, cortado en seco por la muerte de su poeta, Ricardo Franco, que llegó a filmar aproximadamente la mitad del metraje. Éste fue reanudado bajo la dirección de su ayudante, Fernando Bauluz, que concluyó con pudor, corrección y generosidad su nada agradable tarea. Pero la protagonista del filme, Ariadna Gil, en una creación inolvidable, logra mantener viva la pasión que Franco quería dar a su filme. Y éste sobrevive a su muerte.
Ricardo Franco escribió el guión de Lágrimas negras mano a mano con Ángeles González Sinde, coautora con él de la hermosa escritura de La buena estrella, cuyo inesperado triunfo permitió al cineasta desempolvar un viejo proyecto muy íntimo, secretamente casi autobiográfico, que acariciaba desde hacía muchos años pero que, sometido a la servidumbre del cine de encargo, tuvo que posponer una y otra vez.Hizo falta que una obra de la delicadeza lírica y la finura de La buena estrella llenara los cines para que el aparato de nuestra producción de películas abriera los ojos e hiciera hueco para financiar otra obra de similares características, un frágil, amargo y desgarrado relato íntimo, en el que el cineasta -conociendo ya la cercanía de su muerte- depositó todo el empuje de su pasión de vivir y, para ello, ahondó y abrió de par en par imágenes y vivencias desprendidas de la zona más dolorosa de su propia vida, aquélla en que tuvo que convivir indistintamente, sin guardarse las espaldas, casi a tumba abierta, con el amor y la locura: su corta, quizás tan bella como amarga, relación con una hermosísima mujer de cine, Jean Seberg. De ahí, de aquel roce de Ricardo Franco con la luz y la demencia, proviene Lágrimas negras.
Nadie que no fuese Ricardo Franco podía componer y recorrer las imágenes de este itinerario sentimental hacia un infierno. Pero la muerte adelantó su cita con el cineasta y su lugar detrás de las cámaras de Lágrimas negras fue ocupado por otro, muy cercano a él, pero no él. Fernando Bauluz se hizo cargo así de una misión imposible. Su trabajo -concluir lo imposible de concluir- es ennoblecido por el pudor de la sencillez y el buen oficio con que lo ha llevado a cabo. Ninguna tentación de estilo, pura funcionalidad, como si dejara un hueco detrás de la cámara a la presencia del ausente.
De esta trágica circunstancia provienen las pronunciadas arritmias que se observan en el bellísimo relato. El guión es magnífico, pero el reparto adolece de irregularidades y alguna falta de cohesión. El continuo temporal se resiente de la contigüidad de baches de frialdad con súbitas elevaciones de la temperatura narrativa. Se perciben en la imagen, con plena nitidez, las huellas de dos miradas: una que narra desde las vísceras abiertas de su memoria y otra que lo hace desde la simple mecánica imitativa, desde el mecano del oficio. Una zona de la película crea temblor y la siguiente genera distancia; una contagia y otra se limita a dejarse ver; una conmueve y otra simplemente mueve.
Sin embargo, hay en Lágrimas negras, además de la continuidad y la coherencia creada por el hermoso guión del director y de Ángeles González Sinde, otro signo de continuidad con más calado, una permanencia de vida: la que despide de principio a fin la protagonista del filme, Ariadna Gil, que presumiblemente cazó a su personaje en el inicio del rodaje, en sus conversaciones con Ricardo Franco y tal como éste lo veía. Y ha sabido prolongarlo en la misma clave interpretativa bajo la mirada distante y estrictamente profesional de Bauluz. Lo que deja ver este notable acto de identificación de la actriz es algo serio, importante, porque más que probablemente es lo que quería que viéramos en la pantalla el propio Franco, lo que él estaba construyendo con Ariadna Gil antes de irse de viaje sin vuelta.
No tiene precio, es incalculable el valor creador de este rasgo de la memoria profesional y emotiva de la actriz, porque la convierte en rigurosamente autora, o coautora, de la vida de la película considerada como conjunto. No hay Lágrimas negras de Ricardo Franco: las secó la muerte. No hay Lágrimas negras de Fernando Bauluz: no hay llanto en su trabajo. Pero hay Lágrimas negras de Ariadna Gil: su humedad está en la pantalla.
Babelia
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