Salir antes de entrarVALENTÍ PUIG
Fuimos tan anticonvencionales que logramos echar el agua de la bañera con el bebé dentro. En casa y en la escuela nos habían enseñado a manejar el tenedor y la cuchara. También nos decían que no hay que señalar a otras personas con el dedo o que dar las gracias es señal de buena crianza. Luego, todo eso fue considerado caduco y conformista: la libre expresión del yo no podía permitirse coacciones como taparse la boca cuando se tose. Del eructo en público a bajarse los pantalones y enseñar el trasero en defensa de un equipo de fútbol sólo iba un breve trecho. Resultaba imprescindible distanciarse al máximo de los usos de la generación progenitora, además del hecho de que los grandes sistemas del racionalismo llevaban tiempo sustrayendo toda legitimidad al valor de la costumbre. Sospechar que en Barcelona se están perdiendo las buenas formas no significa imponer la nostalgia impracticable de aquellos tiempos en que cumplir con la convocatoria social del paseo de Gràcia consistía -entre otras cosas- en quitarse y ponerse el sombrero una veintena de veces para saludar a las damas mientras Josep Carner paseaba su ironía de príncipe de los poetas. Tiene mayor calado atribuir ciertos vínculos entre las buenas maneras y el orden social. Algo malo está pasando en una comunidad de vecinos en la que nadie usa los buenos días. Esa abstención de lo formalmente convenido por la costumbre constituye el deterioro casi irreversible de un comportamiento colectivo, porque en estos casos resulta mucho más fácil destruir que reconstruir. En época de masificación o, a lo sumo, de meritocracia, es de poca utilidad añorar el código del caballero o del buen cortesano. Aun así, se puede argumentar a favor de un necesario retorno a las buenas formas, incluso desde un criterio estrictamente utilitarista. Se da un caso flagrante en el uso de los ascensores. En otro tiempo, la norma generalmente aceptada decía: "Antes de entrar, dejen salir". Al modo de las placas que en los vagones de tren conminaban a no asomarse, algunos ascensores llevaban como frontispicio aquella sugerencia. Dejar salir antes de entrar era una norma de lógica implacable, un caso paradigmático de convención formal empapada de utilidad y sentido común. El objetivo primordial de las buenas maneras no es el provecho, pero no dejan de tener casi siempre un valor utilitario añadido. El olvido ha procurado una situación verdaderamente incómoda: quedarse en el fondo del ascensor sin poder salir mientras probos contribuyentes y dignos padres de familia lo invaden tumultuosamente por la entrada, aparentemente por completo ajenos a la conveniencia de que el ascensor se vacíe para poder ocuparlo mejor. En su prisa por ocupar el ascensor, han olvidado que alguien pretendía salirse. A continuación, todavía es más incómodo el choque entre quienes entran y quienes no se resignan a quedarse dentro: se rompe la distancia que marca el imperativo territorial de nuestro cuerpo y todos nos sentimos agredidos. Aquel desconocido que se enfrenta a nuestro avance corporal se convierte de inmediato en un adversario, en la otredad hecha obstáculo. En alguna ocasión, después del forcejeo en el umbral de ascensor, he recordado en voz alta, sin dirigirme a nadie, la vieja norma: "Antes de entrar, dejen salir". Observo que, los que ya ocupan el ascensor, me miran como quien descubre una subespecie exótica, se apiada de un anciano cascarrabias o detecta con horror un despojo de cualquier antiguo régimen, como si me viese con el bigotín y las gafas oscuras de un gobernador civil de los años cincuenta. Son circunstancias en las que la falta de normas asumidas nos hace ser agresores sin saberlo. Puedo comprender que a las feministas de la primera oleada todavía les resulte ofensivo, o por lo menos paternalista, que un hombre les ceda el paso cuando corresponde, pero la norma no estaba del todo mal, como veo que aceptan o toleran las tesis posfeministas. Deferencia y utilidad: llámesele galantería caduca, pero al mismo tiempo actuaba al modo utilitarista de un código de circulación al dar preferencia -arbitraria, si se quiere, pero eficaz- a quienes te vienen por la derecha. Al fin y al cabo, el hecho de que los automóviles se paren ante un semáforo en rojo y sigan circulando ante una luz verde es un convencionalismo tan discutible como darle las gracias al camarero a pesar de que nos sirva una cerveza dudosamente fría. Del ceremonial en la corte de Felipe II al protocolo del imperio austrohúngaro, los modos fueron evolucionando, hasta la vertiginosa renuncia de los años sesenta. Más allá del esnobismo, si se acepta que somos interdependientes, se deduce -decía Norbert Elias- que para el autodominio no basta simplemente con confiarse a la propia voz interior: los seres humanos no pueden sobrevivir si no se imponen desde muy pronto una autodisciplina, pero para eso deben hacerse a la idea de que fuera de ellos hay seres que les obligan a hacer esto o lo otro. En el caso de una ciudad tan intensamente ruidosa como Barcelona, gran parte de la agresión decibélica se debe a que a muchos individuos nunca les enseñaron en casa o en la escuela que hay que procurar no molestar al vecino. Esas recomendaciones de clase media o pequeño-burguesas recuperan, precisamente ahora, su importancia cuando constatamos lo simples que eran y el buen resultado que daban. Por pacato que pueda parecer aquel código de urbanidad, es postulable que, menguando el furor decibélico, se amansan algunas formas de agresividad, como ocurriría si en los ascensores se respetase de nuevo la antigua razón de prioridad de paso. La máxima retención de lo experimentado antaño pertenece a las propiedad vitales del sistema y así, en virtud de la tradición acumulativa, el hombre puede permitirse el lujo de acarrear más lastre inútil que cualquier animal salvaje, según decía Konrad Lorenz. Ser respetuoso con las enseñanzas del pasado cuesta poco y resulta rentable. En la incertidumbre de no saber si quienes tienen preferencia en un ascensor son los que entran o los que salen, poner de nuevo en práctica la vieja norma también nos iba a permitir ahorrar unos minutos al día.
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