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El marmolillo

El diccionario es muy parco en la definición de "marmolillo", que es vocablo de mucha generosidad expresiva. La Academia lo remite sin más a otras dos palabras: "guardacantón" y "zote". Recuérdese que "guardacantón" es el poste que se colocaba en las esquinas para protegerlas de los encontronazos de los carruajes, y "zote" es sinónimo de torpe, necio. Pero ninguna de esas dos definiciones recoge exactamente el sentido figurado de marmolillo a que ahora me refiero, aunque también se podría buscar una aproximación fusionando las dos acepciones señaladas -poste y necio- y agregándole algún matiz adecuadamente preyorativo. Pongamos que un marmolillo es una persona que, aparte de coincidir con el poste de piedra en lo pesado y con el bobo en que lo es, presenta una acusada similitud con el tentetieso, es decir, con el muñeco que se obstina en conservar su posición por muchos empellones a que lo sometan. Dispone también de una peculiaridad heredada de las antiguas asambleas castrenses y que es más bien una secreta aspiración: la de estar siempre disponible para reparar las averías de la patria con toda clase de insuperables composturas. No resulta fácil, de todos modos, reconocer de entrada al marmolillo nato. Puede ocurrir que no haya nada en ellos que los identifique y sólo tal vez se descubra que lo son por un rasgo distintivo bastante curioso: carecen de movilidad bucal y emiten unos soniquetes que, aun sin llegar al ultrasonido, alcanzan una longitud de onda muy superior a la común. Por lo demás, nunca consiguen suprimir de su repertorio de ideas la propia mediocridad, y suelen reírse en los momentos más inoportunos, componiendo el gesto que se reserva para presenciar desfiles militares y procesionales. Hay muchas clases de marmolillos, pero en realidad se reducen a tres: vocacionales, interinos y vitalicios. Los dos primeros no son excesivamente perjudiciales y casi nunca pasan de ser unos pobres diablos. El marmolillo vitalicio, sin embargo, es un latoso de aquí te espero. No cesa de perorar a todas horas y, como su nombre indica, la duración de sus chácharas resulta incalculable. A veces alcanza puestos de singular relevancia en la vida pública y eso se aproxima ya mucho a una calamidad, sobre todo porque ejerce sin el menor miramiento aquello para lo que ni siquiera la pinta parece avalarlo. Lo malo no es que anden sueltos por ahí semejantes marmolillos, lo malo es que se empecinen en ignorar que lo son y en mantenerse en lo que no deja de ser una peana de lo más ridícula. Como no pueden ocultar su condición de viejos cruzados de la fe, procuran disimularlo según las recomendaciones de su asesor de imagen, que siempre se equivoca. Conozco a más de uno que está en ese caso. Son tristes, anodinos, monocordes y carecen del menor sentido del humor. Tampoco está de más advertir que alguno de esos marmolillos se ha hecho acreedor a un privilegio inapreciable: el de disponer de una absoluta inmunidad en los más insospechados arengatorios del estado de las autonomías. Incluso en la Moncloa.

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