Los perros
Habiendo pasado una larga temporada en el Mediterráneo contemplando de noche las vagas estrellas y adorando de día los salmonetes decidí regresar a Madrid, capital de España. Me eché a andar por la calle para acudir a mi primera cita. Como no tenía nada más importante en qué pensar y yo soy un intelectual comprometido comencé a contar excrementos de perro en las aceras mientras caminaba. La distancia que me separaba de mi destino no era superior a dos kilómetros. En ese breve trayecto contabilicé 754 mierdas de perro una por una. Visto lo cual di media vuelta y esa misma tarde volví al Mediterráneo y durante el viaje de regreso iba pensando que los perros de la capital del Reino son unos seres privilegiados. Si lo desean, con sólo tirar un poco de la correa, pueden defecar en la puerta del Museo del Prado, en las escalinatas de la iglesia aristocrática de los Jerónimos, frente al Congreso de los Diputados, en la explanada del Palacio Real, junto a la fachada de la Academia de la Lengua o entre la Bolsa de Valores y el hotel Ritz. Un lujo semejante no está al alcance del millonario más caprichoso y ningún anarquista furibundo que intentara reventar la sociedad con sus provocaciones podría cumplir ese acto revolucionario con la naturalidad con que lo realizan los perros de Madrid bajo el mando de un alcalde tan danzarín como éste. A la hora de pensar en los derechos humanos había soñado para mi próxima reencarnación con ser un caniche en brazo de una mujer madura en Niza o mastín al que sacan a pasear por la Recoleta en Buenos Aires para que levante la pata bajo los ficus centenarios frente al restaurante La Biela. He cambiado de opinión. Creo que cualquier perro de Madrid, aparte de gozar de más privilegios, se ha convertido en un símbolo de la modernidad porque está en perfecta sintonía con ese rebaño nocturno juvenil, paradigma del inminente nuevo milenio, que impone la ley de sus excrementos en las calles de la capital del Reino los fines de semana. Cuando llegué de nuevo al Mediterráneo estaban arribando a puerto las barcas de pesca y yo las veía entrar por la bocana mientras escuchaba un aria de María Callas que me sacudió de encima la suciedad que traía. Esa noche me puse a contemplar otra vez las vagas estrellas como un intelectual comprometido que cree que para salvar al mundo hay que empezar por huir.
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