Abajo y arribaXAVIER BRU DE SALA
¿Aumenta o decrece la distancia entre los catalanes provenientes de las últimas y penúltimas migraciones y los que ya estaban aquí -ellos o sus ancestros-? Según estudios dirigidos por la socióloga Marina Subirats, la distancia socioeconómica no ha cesado de disminuir, incluso en tiempos de crisis. Según un anónimo banquero vallesano, entre sus mejores clientes ya no dominan los apellidos autóctonos de tradicionales familias de la burguesía industrial, sino los que provienen del mundo de la inmigración. Una somera ojeada en la costa norte y en la sur nos muestra que, sobre todo en la construcción y en los servicios, no son pocos los trabajadores catalanohablantes empleados por emprendedores castellanohablantes allí desplazados, a menudo desde el área metropolitana, y allí arraigados gracias al éxito. El otro plato de la balanza, es constatable que el paro juvenil, la baja calidad de vida y las crisis de los pasados años se han cebado especialmente sobre los últimos en llegar. Para muchos, jóvenes y no tan jóvenes, residentes en las que fueron concebidas como zonas de urbanismo salvaje de la gran Barcelona, las perspectivas y las oportunidades son menos que para los residentes en barrios de otros niveles. Su ritmo de incorporación al gran colchón mesocrático no es el idóneo ni mucho menos (como no se trata de una fatalidad, es más que probable su aceleración mediante políticas y estrategias adecuadas). ¿Y la distancia psicológica? Según mis apuntes directos, de nula trascendencia estadística, claro, pero tal vez de cierto valor sintomático, ha aumentado algunos puntos en vez de disminuir, como sería lógico, con las diferencias sociales. No sé qué ocurre ni en qué términos se habla en zonas de amplia mayoría castellanohablante, pero algo preocupante he podido constatar, arriba y abajo de la costa catalana, cuando el turismo ya no está y la vida se vuelve más tranquila, en edificios donde la proporción ronda el 50%. El crío del vecino grita y molesta más, y más que hace un par de años, si lo hace en la otra lengua. Todo el mundo emite saludos de cortesía, un tanto postiza, pero unos segundos de puerta abierta son interpretados como un monopolio del ascensor a cargo de los otros. Los catalanes de origen censuran con ojos despechados los automóviles de los catalanes menos antiguos en el caso de que sean un poco mejores que el propio. También parecen haberse dado cuenta por primera vez de una tendencia al compadreo y al comadreo vecinal de las familias con recuerdos de origen geográfico más o menos cercano que tiene lugar en los espacios comunes, en contraste con la consabida austeridad de trato autóctona. Los niños pueden jugar mezclados -aunque poco-, pero entran con bastante más facilidad en casa de los padres de su misma lengua. Por fortuna, algunos chiquillos de familias mixtas rompen la tendencia a la estanqueidad menos disimulada. Luego, en las grandes superficies o en la playa, se diría a primera vista que la convivencia funciona a las mil maravillas. Pero, a no ser que una hipersensibilidad inadvertida me juegue malas pasadas alucinatorias, una observación más atenta percibe una mayor tendencia al descaro en las típicas miradas de soslayo que tan a menudo tratan de adivinar, por el comportamiento, el vestir o las hechuras corporales, si la familia cercana es del propio grupo o del otro. Todo muy sutil, casi nada, apenas un pequeño escalón, pero un descenso, es probable que una lenta tendencia, una ligera deriva hacia aguas peligrosas. En cambio, cuando hay algo que hacer en común, ya sea acudir al club de baile, celebrar una fiesta municipal, reunir en asamblea a la comunidad de vecinos, cargar contra la calidad y el precio del agua o ganarse el sustento en el lugar de trabajo, estas diferencias se borran automáticamente. Diríase que el incremento de la distancia psicológica aprovecha las vías de la indolencia, de las horas relajadas, el transcurso apacible de la existencia. ¡Ah, el tedio de Baudelaire! ¿Causas? Lo más fácil es acudir a la crispación política y nacional que se propuso caldear los ánimos a partir de la pérdida de la mayoría absoluta del PSOE, y encontró magníficos altavoces en importantes medios de comunicación. Tampoco puede olvidarse el deterioro del consenso interior en Cataluña, que culminó con la nueva Ley de Política Lingüística. Sea como sea, no son pocos los que sienten, aun sin pensarlo, que la integración identitaria debería avanzar a mejor ritmo, así como, al otro lado, los que se van convenciendo de que su manera de ser catalanes no debe sufrir alteraciones. Otra observación bastante más halagüeña, practicada en los estupendos paseos de los pueblos de la costa sur, de Vilanova a Torredembarra, algunas recientes tardes de sábado y mañanas de domingo, cuando las familias salen de paseo. Todos andan cariacontecidos, como entristecidos, al contrario que en las ciudades y pueblos del sur de España, donde la vitalidad y la alegría vital están en la calle. Por ferias y rocíos que subsistan en la cultura popular de Cataluña, no parece que los catalanes de origen andaluz vayan a recuperar la jovialidad de carácter, perdida con los modos urbanos de la sociedad moderna, ni mucho menos que la hayan sabido proyectar para modificar, como hubiera convenido, la secular circunspección y seriedad de los catalanes de origen. O a lo mejor es que hay algo en la tierra, o en el aire, como asegura Candel. Por último, y saltando por obvia la recomendación de reforzar la prudencia y afianzar un proyecto común que vuelva a acercar a todos, un apunte sobre la educación de los hijos. En la costa de abajo y en la de arriba, la antigua fonda o la pastelería se han remozado y ampliado sin cambiar de manos. Pero los nuevos bares y restaurantes populares, que son los que ganan más dinero, y buena parte de los talleres y tiendas de nueva implantación, son propiedad de gente de origen familiar foráneo que, con años de esfuerzo, se ha hecho un patrimonio. En la construcción, los terrenos son heredados, pero los capitales de la compraventa y la edificación andan mezclados. Son sin duda perceptibles los buenos resultados de la movilidad social catalana y el ascenso de una nueva tipología de gente adinerada. Pero hay una diferencia grave. Como los nuevos ricos o semirricos -dicho sea esta vez con profunda admiración- han basado su fortuna en el trabajo incansable y la perspicacia personal para aprovechar los espacios económicos abiertos por el crecimiento, tienden a creer que siempre va a seguir así. Y en lugar de dar a sus hijos la mejor educación posible y mandarles de colonias a Irlanda, conceden tan poca importancia a este capítulo que, con la mejor y más miope buena fe, les retienen a su lado para que les ayuden y aprendan por experiencia en el tiempo no escolar. "Si a mí me ha ido bien con pocos estudios, ellos igual". Los catalanes de varias generaciones hacen exactamente lo contrario. Grave error, que pagarán con menos oportunidades de ocupar puestos de relieve en la sociedad, e incluso de seguir la ejemplar estela de sus progenitores. Cuando, próximamente, haya estudiado la voluminosa base de datos del estudio sociológico de la Generalitat dirigido por Salvador Giner, volveremos al tema.
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