España y Pinochet
LA DETENCIÓN en Londres del ex dictador chileno Augusto Pinochet a instancias del juez Garzón es un toro que le tocará lidiar al Gobierno de Aznar, por mucho que haya tratado de eludir el asunto con unas primeras declaraciones, no muy afortunadas, en las que señaló que el caso "afecta a muchas sensibilidades". El auto del juez amplía de momento las acusaciones contra Pinochet a 94 delitos de genocidio, asesinato y otros crímenes, en el contexto del Operativo Cóndor, que llevaron a cabo conjuntamente las dictaduras chilena y argentina entre 1976 y 1983. La sociedad chilena se ha roto en dos respecto a la detención de Pinochet, que había acudido a Londres para una operación médica. Una división que se reproduce en cierta forma en nuestro país, donde la fiscalía -largo brazo del Ejecutivo- milita desde hace meses contra las actuaciones emprendidas por los jueces Garzón y García-Castellón contra los dictadores del Cono Sur latinoamericano. El presidente chileno, Eduardo Frei, no yerra al considerar que cada país tiene una distinta transición a la democracia y que nadie, desde fuera, pidió cuentas por los cuarenta años de dictadura de Franco. Pero Franco murió en el poder; Pinochet, no. Y los dictadores con tanta sangre en su conciencia deben verse sometidos a persecución por la ley: sus crímenes son imprescriptibles. No se trata de dar lecciones a nadie, y menos aún desde España, sino de que se cumpla la ley si se ha abierto un resquicio para procesar al militar traidor y golpista.
El auto de Garzón cita nueve normas jurídicas internacionales, que el Reino Unido comparte y que, por tanto, apoyan su acusación. Esta situación describe la transformación del derecho internacional, que ha creado una red de convenios y de legislaciones nacionales que constituyen una especie de jurisdicción universal -y, por tanto, también española- ante crímenes que, por su naturaleza, no prescriben. Estamos ante una globalización judicial, que viene a ser la otra cara de la económica, en línea con lo aprobado para constituir un Tribunal Internacional Penal permanente (TPI) o de la justicia internacional aplicada a los crímenes contra la humanidad cometidos en la antigua Yugoslavia o en Ruanda. Los sangrientos hechos que imputa Garzón a Pinochet no han sido sancionados en Chile ni en Argentina, lo que ha permitido la intervención de jueces españoles, de acuerdo con la doctrina de la "dejación de jurisdicción" por parte de la justicia chilena.
Es complicado que la acusación de "genocidio" que ha hecho Garzón para lograr la detención de Pinochet se sostenga en el ámbito jurisdiccional, pero las de tortura, secuestro, asesinato y desaparición de personas tienen muchas más probabilidades, por mucho que algunos fiscales, al intentar rebatir al juez instructor, se empeñen en que éste "no acredita indiciariamente el nexo causal con los delitos que se le imputan", además de esgrimir otros argumentos como la cortesía en la reciprocidad internacional. Ésta es la rancia línea del fiscal jefe de la Audiencia Nacional, Eduardo Fungairiño, autor de un texto en diciembre de 1997 que describía los golpes de Estado de Chile y Argentina como la "sustitución temporal del orden establecido". Fungairiño considera que el Gobierno puede negarse a tramitar la demanda de extradición.
El Ejecutivo, que se parapeta tras un comprensible y loable "que se haga justicia y que se cumpla la ley", seguramente preferiría que fuesen los propios tribunales -ingleses o españoles- los que decidieran en su lugar, denegando la jurisdicción española y, de rebote, la extradición. Pero gobernar no es tomar decisiones libres de conflicto, sino afrontar situaciones indeseadas. Cuando aumenta el clamor internacional contra Pinochet y la satisfacción por su detención (desde la Casa Blanca hasta Jospin, o el propio Gobierno de Blair, más discreto tras sus primeras declaraciones), el Ejecutivo español tendrá probablemente que tomar decisiones sobre la suerte del dictador chileno. No sobre el fondo de si un juez español tiene o no jurisdicción en tal materia -lo que corresponde en primer lugar a la Audiencia Nacional, y en particular a la Sala de lo Penal, que ha de ver los recursos interpuestos contra las actuaciones de Garzón y García-Castellón-, sino acerca de si tramita o no la extradición. Dejar caducar el plazo de 40 días o negarse a darle curso podría tener una justificación diplomática, pero pondría en grave cuestión el enunciado tantas veces repetido por el PP de que el Gobierno se limita, en temas de justicia, a cumplir las resoluciones judiciales. Ésta será una buena piedra de toque. Las acusaciones de asesinato enumeradas contra Pinochet, a sus 82 años, pueden ser una cuestión interna española.
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