¿Enrique, Endrike o Henrike Knörr?
Quien sin duda fue bautizado Enrique, firmaba en este periódico hace poco más de un año (Es barato, 14 de julio de 1997) como Endrike y ahora mismo (La lengua denostada, 8 de octubre de 1998) se hace llamar Henrike. Si tales variaciones gráficas son caprichos personales, dejemos que el psicólogo del señor Knörr los interprete. Pero si además resultan un síntoma de la artificiosidad o inestabilidad de la lengua vasca en manos de sus apóstoles, mucho me temo que éste no sea el mejor camino para la "dignificación" de esa lengua y sí un modo bastante necio de denostarla. Tal vez el presidente de la Real Academia de la Lengua Vasca deba recordar a su vicepresidente Knörr las directrices que impartió en su día para evitar estos abusos con los nombres propios. A mí me toca enseñarle de nuevo, con cierto bochorno por repetirlas y sin mayor esperanza de que las entienda, las obviedades que este colega universitario se empecina en ignorar. A saber, que no existen "derechos de la lengua", sino de sus hablantes, ni "derechos de un pueblo", sino de sus habitantes. Que por esos falsos derechos, y con la complicidad de quienes los invocan, estos años se ha matado en nuestra tierra a cerca de mil personas y se sigue hoy justificando toda clase de tropelías. Que los presuntos agravios sufridos por sus hablantes del pasado no se reparan cometiendo los agravios contrarios en el presente. Que, si entre nosotros hay asimetría en el conocimiento del castellano y del euskara, ello se debe sencillamente a que la mayoría de los vascos (incluido el señor Knörr) tienen el castellano por lengua materna y de uso ordinario. Que esta realidad ni concede a unos el derecho a imponer la enseñanza de la lengua minoritaria ni a los otros el deber de aprenderla o usarla. Que, en fin, una lengua ha de regular su léxico y su sintaxis, pero una política lingüística tiene que guiarse sólo por la idea de justicia: y no de una hipotética justicia nacional, sino de la real justicia distributiva o política.
Ya comprendo que son demasiadas ideas a la vez para un filólogo nacionalista. Y nada se diga como aún esté entretenido en dilucidar si se llama Enrique, Endrike o Henrike.-
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