20 años
Juan Pablo II, el primer papa polaco de la historia, está protagonizando uno de los pontificados más largos de la Iglesia. No es fácil hacer el balance de veinte años de liderazgo al frente de la mayor confesión religiosa del mundo, sobre todo porque Karol Wojtyla ha sido un papa profundamente contradictorio, con luces y sombras muy acentuadas. Lo sigue siendo hoy, cuando sus fuerzas se ven muy mermadas y se hacen ya quinielas sobre su sucesión. Dos botones de muestra de su actitud contradictoria podrían ser, por ejemplo, su todavía reciente viaje a Cuba, con la consiguiente crítica al embargo que practica Estados Unidos contra el régimen de Castro, y la beatificación del cardenal croata Stepinac, acusado de colaboración con los nazis, un gesto que ha irritado a la comunidad judía mundial y, por extensión, a muchos ciudadanos antifascistas. El mismo hombre que ha recorrido el Tercer Mundo proclamando sus derechos al reparto de los bienes de la tierra y clamando contra las injusticias sociales ha relegado de la Iglesia a los teólogos de la liberación que más se han destacado en la defensa de los pobres, algunos de ellos con riesgo de la propia vida. La antinomia se extiende a su relación con la modernidad. Ningún otro papa ha tenido una relación tan estrecha con los medios de comunicación (desde Internet hasta las entrevistas periodísticas, pasando por la grabación de discos con su voz ), pero al tiempo Juan Pablo II se ha cerrado herméticamente a los problemas que más acucian a la conciencia moderna, empezando por los nuevos desafíos de la ética sexual. Su relación espontánea con el universo femenino no le impide presentar a la Iglesia un ideal de mujer totalmente sublimado y, por ende, trasnochado.
Pero quizá donde este pontificado proyecta mayores sombras es en el interior mismo de la Iglesia. Mientras el mundo laico subraya la dimensión política y social de un papa que ha contribuido como pocos a la caída de los regímenes comunistas (Gorbachov asegura que no se puede entender la Europa actual sin su figura), a Karol Wojtyla se le achaca un exceso de centralismo eclesiástico que ha marginado a las conferencias episcopales, acrecentado el poder de la curia y, en última instancia, dividido a la Iglesia. A través de un hiperliderazgo religioso, Wojtyla ha devuelto fortaleza a una institución como la del papado que atravesaba momentos bajos. Pero la valoración de conjunto es más discutible.
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