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Un Nobel cercano

En El año de la muerte de Ricardo Reis, el poeta Fernando Pessoa, ya difunto, dialoga apaciblemente con su alter ego, el taciturno doctor Reis, sin más preparativos ni solemnidades. Sencillamente aparece en el cuarto del hotel Bragança y se pone a charlar con el médico, cuyo drama en nada se asemeja al turbulento conflicto que para otro galeno creara J.W. Goethe; sí, en cambio, con el más prosaico dilema de amar a una señorita a distancia, mientras se acuesta con su criada. De esto hablan, y un poco también de poesía y de política. Por qué no. "Por lo que recuerdo, usted, en vida, era menos subversivo", dictamina Reis. "Cuando uno llega a muerto, ve la vida de otra manera", aclara Pessoa. Así de simple, salvo por esa brizna de ironía literaria. Lo que antecede está transcrito, literalmente, de algo que escribí sobre Saramago en 1987, cuando de su mano descubrí también a Fernando Pessoa. Esta tarde, de un otoño indeciso, aunque ya amarillean las hojas del cerezo y de los chopos, y la parra virgen se ha puesto de un rojo enardecido, sigo pensando con ellos. Con el último, que "los dioses son las ideas humanas de paso desde las nociones concretas hacia las ideas abstractas". Pensamiento que el esquivo poeta de Lisboa extrajo precisamente de observar la dificultad que tienen algunos pueblos primitivos para alcanzar la abstracción árbol, por encima de las realidades de un cerezo melancólico o de una parra lujuriosa. En cuanto a Saramago, sigo teniendo el mismo pálpito respecto al sentido de su obra, y es que los hombres no acabamos de alcanzar la idea serena y perfecta de la muerte, tan estorbados por los dioses y tan combatidos como estamos por los infortunios de la vida. Él, sin embargo, sí parecía ya entonces haberla conquistado. Y era sin duda porque este portugués exquisito y señorial fue antes tan concreto como que pasó la infancia entre pastores iletrados, asumió el compromiso de la revolución portuguesa, superó las diversas patologías del intelectual con su partido, se casó con una de nuestras amigas más guapas y vivaces (esto apenas se lo hemos perdonado); y así un buen día, entrando por la calle Sierpes, de Sevilla, atrapó la idea perfecta de uno de sus mejores libros, Ensayo sobre la ceguera, un poco como el Aleph de Borges se exhibía impertérrito entre los peldaños de cierta escalera; otro día publicaba su primera edición del Viaje a Portugal, en una discreta pero esforzada editorial sevillana; luego se dejaba hacer Doctor Honoris Causa, también aquí, como si eso le importara lo más mínimo a su natural complaciente. Pero así, de cosa en cosa, este hombre ha alcanzado familiaridad con las ideas más sublimes, como esa del morir propiamente humano, y vive con ellas, tan tranquilo. Ha rebasado el estado primario en que los hombres se afanan sin saber por qué, y nos mira, con una mezcla socarrona de ternura y sapiencia. Igual el escritor. Ha logrado ese estilo en que se puede hablar de las cosas más livianas conforme a las ideas superiores que las envuelven. Lo bueno, en fin, que trae este Premio Nobel para los que hemos tenido la suerte de percibir la realidad concreta de Saramago, es que a todos nos pone un poco en el camino de la perfección. Gracias, José, gracias, Pilar.

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