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Tras el diluvio

IMANOL ZUBERO "Había una nube color de topo apoyada en el monte Ganekogorta, una nube pesada y desmedida que abrumaba el horizonte. Y vino el viento sur, afirmó los pies en el valle y se la echó a los hombros como un mozo puede cargar un saco de trigo colocado en un poyo. Pesaba tanto la nube que en la tierra se sentía el aliento tibio y húmedo del viento que jadeaba ráfagas. Quería llevarla hasta el mar, aún lejano; pero al pasar por Alonsotegi los pinos que hay en las alturas de Zamaia rasgaron la cenicienta envoltura y todos los granos de agua cayeron, apretados, sucesivos, inagotables, sobre la verde y quebrada extensión del suelo. Llovió tanto que parecía mentira que restase aire para respirar en el espacio lleno de hilos y de partículas acuosas que iban y venían, flotando, con aspecto de diminutos seres vivos, como si aquel mar tuviese también su plancton". Aunque él habla del monte Xalo, de la parroquia de Cecebre y de los altos de Quintán, tomo prestado el arte de Wenceslao Fernández Florez, pero es que no hay nadie que haya descrito con tanta magia el pálpito de la naturaleza. Esto es lo bueno de la creación literaria: que cualquiera puede trasladar a su propia realidad lo que el autor ha imaginado en un tiempo y un lugar distintos de los nuestros sintiendo que aquello que leemos fue escrito especialmente para nosotros y nuestra particular circunstancia. Y es que cuidado que ha llovido en los días pasados. En mi pueblo veíamos al río Cadagua trepar por el talud del cauce, centímetro a centímetro, tan imparable como la marea pero mucho más terrible que esta al no tener un horario que cumplir. ¿Seguirá lloviendo?, se preguntaban todos. Pero el diluvio cesó. Tras el diluvio, el domingo y el lunes salimos a coger setas, esos enanitos de gorros de colores -otra vez Fernández Florez- que tienen sangre de agua porque son hijos de la lluvia y que nacen a centenares, bruscos como un milagro, maliciosos y burlones, tan pronto como la lluvia se remansa y el aire se templa. El domingo paseamos entre pinares a la búsqueda del níscalo, el tan apreciado rovelló de los catalanes, escudriñando con cuidado entre la pinocha mientras mi perro Baltza corría de un lado a otro tratando, infructuosamente, de mantener reunido al grupo. El lunes nos decidimos por el champiñón y la galaperna, de manera que pusimos a prueba nuestras piernas recorriendo praderas anegadas y pendientes terrenos de roca caliza. Y mientras caminábamos por el monte comentábamos el desarrollo de esta primera semana de campaña electoral, tan parecida a un diluvio inmisericorde, a un aguacero feroz que empapa sin remedio a quien no encuentra cobijo. Todos coincidíamos en la misma sensación: la de estar sin protección bajo un fuerte chaparrón, zarandeados por el vendaval. Cada dirigente político se asemeja a un pequeño Eolo tronante empeñado en conjurar a su alrededor todo tipo de vientos, conjurando ilusiones y miedos, sobreactuando, buscando impresionar con su bramido. Nos sentíamos zarandeados y por lo mismo incómodos pero no nos sentíamos especialmente preocupados. Bajo el manto de los pinos o entre las rocas y los helechos ya vencidos por el otoño todos pensábamos que por más que llueva, siempre acaba por escampar. Y los mejores frutos del aguacero suelen ser maliciosos y burlones, muchas veces inesperados, difíciles de encontrar pero, por ello, preciosos. Nacen tras el aguacero, sí, pero sólo cuando el aguacero finaliza. Encontrarlos exige caminar mucho y hacerlo con cuidado, como si fuera necesario sorprenderlos antes de que emprendan una veloz huida. Exige pisar tierra, tocar suelo. Porque así lo hicimos, el domingo y el lunes recogimos unas buenas bolsas de setas. Y de ellas comimos quienes nos pateamos el monte y también algunos que no lo hicieron pero que aprecian un buen plato de esos frutos del bosque, hijos de la lluvia.

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