Derecho a queja
ESPIDO FREIRE Quienes realmente disfrutan de las campañas electorales son los niños. Es una lástima que no menudeen los estudios acerca de las similitudes entre ese tipo de propaganda y los desfiles de la noche de Reyes; en ambas ocasiones las promesas y las ilusiones de mucho tiempo antes llegan hasta una fecha límite... y en algún momento descubrimos que nos han mentido. O bien descubrimos la auténtica identidad de los Reyes Magos, o nos quedamos sin el regalo más deseado. Sí, los recursos de las campañas, esos globos, los caramelos, los coches que desparraman pegatinas parecen pensados para el disfrute de los niños, que escogen su partido por el dibujito de los carteles, que luego pasan a llamar logo, o sencillamente, porque sus padres han mencionado en alguna ocasión que de todos los políticos cretinos, el menos cretino es Fulanito. En fin, es un modo como cualquier otro de elegir una dirección política; sin duda, los partidos no han reparado aún en la importancia de una cantera semejante. De ser así, menudearían las ofertas a los profesionales de Disney para el diseño de logos y carteles... y no se puede más que pensar que la publicidad política saldría ganando con el cambio. Es una lástima que se pierda ese sentido de la diversión propio de la infancia. Uno crece, y la propaganda le estorba en los buzones, no soporta los carteles colgados de las farolas, y hace zapping abnegadamente en los espacios televisivos reservados a los distintos partidos. Si acaso, se detiene un instante en la publicidad de su partido, y reflexiona "En fin, este año se han esmerado", como quien podría hablar de la nueva camiseta del equipo... si es que se me disculpa la osadía de comparar un tema serio como el fútbol con la política. Lo que es más, incluso los rostros familiares de los candidatos resultan, al principio, un poco ofensivos desde todos los carteles, acostumbrados como estamos a los anuncios con jóvenes modelos hermosos y radiantes, y acaban, a la larga, por ser pasados por alto. De hecho, ¿sería posible distinguir entre un cartel de la campaña actual y la de hace unos años? Entonces, ¿También en eso nos han engañado? ¿No evoluciona el márketing y la publicidad a velocidad que nos había hecho creer? O, tempora, o mores... Queda también el enojoso asunto de los coches que vocean distintas consignas, y que dan constancia de las horas que han empleado los expertos en buscar la musiquilla más pegadiza que pueda hallarse. Y el caso es que ese resulta ser uno de los aspectos en que más aciertos logran. La tonadilla nos acompaña durante horas, como una enfermedad contagiosa, y se tararea en voz baja en los ascensores, con el consiguiente mosqueo de los vecinos, y el rubor que podemos imaginar en el improvisado artista. Afortunadamente, es una afección pasajera. Queda el consuelo de pensar que, como con los mundiales, si todo sale bien, no recordaremos todo el jaleo hasta dentro de cuatro años. Y tal vez por entonces se haya dado con una fórmula que termine con las campañas aparatosas, un remedio casi mágico que logre informar a los votantes de qué defiende realmente cada partido, y que no enmascare con demagogia los fallos propios. Cosas más raras pasan todos los días. Y, ya puestos a pedir, es posible que en ese poco tiempo logremos tomar conciencia de que votar resulta algo imprescindible; tal vez aprendamos que, por mucha pereza que de salir de casa en festivo, o pese al fastidio de bucear entre los papeles acumulados hasta encontrar la opción que hemos elegido, después de comer sus caramelitos, agitar sus banderolas, guiñar el ojo ante el cartel del líder y tararear su tonadilla (o la del partido contrario, ya hemos dicho que son traicioneras), pese a todo eso, digo, lo que realmente nos presta voz es ese papelito. De lo contrario, no tenemos ningún derecho, ni tanto así, a quejarnos. Y, no nos engañemos, ¿quién quiere renunciar al noble placer de la queja?
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