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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Muchos santos

EN SUS más de dos décadas de pontificado, el Papa Juan Pablo II ha mostrado una propensión a dejar que cuestiones de oportunidad política u opinión pública influyeran en sus decisiones. Es indiscutible este rasgo de su carácter, que unos considerarán firmeza de criterio y solidez de principios y otros pura obcecación y desprecio a criterios y sentimientos ajenos. Lo ha vuelto a demostrar con la canonización del cardenal croata Stepinac y, días después, con menos, aunque cierta, controversia, de la monja carmelita de origen judío Edith Stein.Conocido el apremio del actual Papa por subir a los altares de la Iglesia de Roma a figuras que simbolicen los principios que considera en peligro en el mundo, no deben sorprender estas canonizaciones. Tampoco debieran irritar a nadie porque, si bien está claro que a este Papa jamás le ha importado mucho provocar controversias, no deben entenderse estas canonizaciones como alegatos en contra de nadie, sino en favor exclusivamente de los personajes afectados. Estas ceremonias sólo tienen un significado profundo para aquellos que, desde su opción personal de fe y fidelidad a la Iglesia, crean que el Pontífice puede decretar la cercanía y aceptación como ejemplares desde el punto de vista católico de unas personas muertas hace tiempo. Los demás ciudadanos que niegan, dudan o son indiferentes ante estos procesos de beatificación y canonización tan sólo pueden tomar nota de algo que para nada les afecta y que, en todo caso, puede servir para entender algunas claves y prioridades en la evolución de la Iglesia católica en general y de la actividad de su máximo responsable en particular.

En todo caso, parece fuera de lugar la crítica por parte de algunos sectores culturales y religiosos judíos de la canonización de Edith Stein. Es absurdo decir que el Papa intenta cristianizar un holocausto que todo el mundo sabe que afectó sobre todo, ante todo y de forma muy especial a los judíos. Porque Edith Stein se había convertido al catolicismo en una decisión propia y libre. Es cierto que no sufrió otra suerte que millones de judíos y centenares de miles de gitanos, comunistas, cristianos ortodoxos, homosexuales, etcétera. Pero también lo es que el Papa sólo puede elevar a los altares católicos a personas que profesaban esa fe cuando murieron. Y cierto es también que el Papa polaco ha dado muchas muestras de ser el Pontífice más sensible hacia la tragedia del holocausto judío bajo el nazismo.

Más controvertida y menos oportuna en un momento de profundo resentimiento de gran parte del mundo cristiano ortodoxo hacia Occidente es la canonización del cardenal croata Stepinac. Es una ligereza imperdonable asumir las difamaciones del comunismo de posguerra contra Stepinac, que venían a calificarlo de nazi y cómplice del régimen criminal ustacha de Ante Pavelic durante la Segunda Guerra Mundial.

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Pero también es cierto que, como tantos religiosos católicos en España, en Alemania, en Italia y en todos los países que cayeron bajo el fascismo, como el propio Pío XII, Stepinac veía en la lucha contra el comunismo una máxima prioridad que en muchas ocasiones hacía olvidar el sufrimiento de las víctimas de los regímenes fascistas. Por eso, desde fuera del Vaticano se puede observar que hay canonizaciones que más que alentar a los vivos a seguir el ejemplo del recordado, dividen a los creyentes y crean recelos, malestar e incomprensión. Sobre todo cuando hay tantos hombres de fe perseguidos por su solidaridad con los desheredados en Latinoamérica y tantos rincones del Tercer Mundo. Pero en todo caso, si la sociedad civil plural rechaza con razón las injerencias de la Iglesia, también debe aceptar sin sobresaltos decisiones que sólo a los miembros de dicha Iglesia corresponde obedecer y asumir.

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