¡Estamos llegando!
Una de las características de nuestro mundo (me refiero al mundo de la clientela: al que compra, al que corrompe; en definitiva, al Primero) es su arrogancia. Arrogancia al pretender que descubrimos los otros mundos cuando sólo los sometimos, colonizamos y expoliamos. Arrogancia al imponer nuestros valores, arrogancia al condenar las tradiciones y principios autóctonos a la proscripción o al olvido. Arrogancia al pretender que les conocemos, cuando nunca les hemos mirado realmente a los ojos. Hay también una arrogancia asquerosa, culpable y muy moderna: es la que nos hace depositar en las infectas manos de una peña de brokers que ya sólo creen en Audi los dineros que dedicamos a especular con el destino de un montón de pueblos condenados a ocupar la zona más desprotegida de la economía globalizada.El último gesto occidental arrogante, cargado (como suele ocurrir) de buenas intenciones, lo ha efectuado la Unión Europea recientemente, en la reunión de expertos de los 24 miembros de la Conferencia Euroasiática (ASEM), que se ha celebrado en Londres. A petición del Reino Unido (en cuyos colegios, no lo olviden, todavía se tolera el castigo corporal), los 15 países de la UE se han comprometido a proporcionar a sus colegas asiáticos el máximo de información sobre los potenciales clientes del turismo sexual y sus intenciones de trasegar allende sus fronteras.
Centrándose en "individuos y organizaciones que todavía operan en la impunidad", la UE promete mandar a los países asiáticos una especie de aviso: "Cuidado, que van para allá pederastas", cada vez que los aduaneros de salida detecten en sus ordenadores a personajes pertenecientes a redes internacionales de tráfico de niños, o incluso a individuos sueltos entregados a tan reprobable afición sexual. Estupenda decisión, si lo que se pretende es que los pederastas dejen de comprar carne tierna y barata. Inútil decisión si de lo que se trata es de impedir la explotación generalizada (la sexual no es más que una de las consecuencias más espectaculares) de los niños del Tercer Mundo, hoy más en alza que nunca.
Leo en los periódicos que, sólo en Asia, un millón de niños y niñas menores de 16 años se suman cada año a las filas de la prostitución infantil, ejercida como única salida para la supervivencia en países de extrema pobreza, propiciada por una corrupción oficial también extrema. No hace falta ser Stephen Hawkins para deducir que semejante mercado no funciona tan sólo para satisfacer los apetitos de las redes de tráfico infantil ni de los pederastas aislados.
Hay también mucha buena gente (gente que, en teoría, no le metería mano a ningún infante) que, en cualquier viaje turístico organizado a cualquiera de esos paraísos para occidentales, que son, a menudo, un infierno para los aborígenes, nunca deja de reclamar, o al menos de aceptar sin repugnancia, la consabida visita al club nocturno de rigor (Asia la nuit).
Son noches de una sordidez inolvidable, pongamos en Filipinas; noches que se desarrollan en angostos cuchitriles dotados con un catre de enfermería sobre el que una niñita (que a lo mejor tiene 12 años, pero que aparenta menos por la desnutrición) despliega una sábana mugrienta (las niñas explotadas sexualmente no dejan de realizar sus labores: otra forma de explotación eterna), antes de iniciar, con un compañerito de destino que quizá es también su hermano, una especie de ritual erótico cuyo candor y automatismo te obliga a mirar a otra parte (lo sé: lo he visto como periodista), mientras tratas de contenerte para no abofetear al tipo que trae las bebidas y que se queda con los dólares que se pagan por el espectáculo. Porque los niños trabajan por el techo y por un bol de arroz, y no basta con que efectúen ese simulacro de amor ante desconocidos para conseguir tan magro sustento; casi con toda seguridad, durante el día habrán pedaleado hora tras hora en las máquinas de coser que ahora se oyen sonar en un cuarto cercano, confeccionando las camisas típicas y los paños bordados que también venderán por la calle a ese buen matrimonio de turistas que regatea los precios, parte del ritual que incluye la visita a la Manila nocturna y al museo de José Rizal, en donde arrojarán monedas al foso para que las capturen con los dientes otros niños, o los mismos, que se echan al agua como los de los acantilados de Acapulco: el submarinismo de los más pobres.
Pero a nuestra soberbia y puritana sociedad sólo le interesa la pederastia, porque le permite lanzarse a la más querida de sus prácticas: la de reprimir. Nunca busquemos las causas, jamás caigamos en el error de pedir cuentas a los Gobiernos corruptos de esos países, a los cuerpos policiales venales y violentos; no condicionemos nuestros créditos a la erradicación de la pobreza, ni nuestras inversiones a la mejora de las condiciones de vida de la gente y al respeto de los derechos humanos.
No, dejemos que los brokers tengan las manos libres y que, mientras tanto, nuestros beneméritos organismos, que tanto velan por la moral y el bien de la infancia (incluso de aquella infancia, tan alejada: somos la hostia de bondadosos), acallen cualquier quejido de nuestra conciencia.
Viva la Unión Europea, que se dispone a acabar con el vicio allá donde lo encuentra.
Pero no le pregunten a un pequeño niño explotado, de Asia o de cualquier otra parte. Porque podría responderles que los pederastas han añadido un pedacito de carne o un par de guisantes al bol de arroz, que eso les importa más que nuestra hipócrita arrogancia.
Y qué corte, caperú.
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