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Crispación nacionalXAVIER BRU DE SALA

Este curso político nos ha revelado que España es el primer país del mundo donde una etapa política ejemplar culmina en un desastre dialéctico, donde el éxito económico-social contrasta con la sustitución del consenso básico por el rifirrafe permanente, donde el fin del terrorismo es recibido como si se tratara de una mala noticia y donde campa, entre otros, el primer nacionalismo sin nación del mundo, el español. Son algo más que los nervios de la incipiente paz. El nacionalismo español andaba cabizbajo por culpa de su historia excluyente pero, asentada ya la democracia autonomista y cogido al tren europeo, vuelve a ejercer su función impulsora habitual (lo que es normal, y generalmente positivo mientras no se desboque, en cualquier país). Ocurre que, una vez crecido, tiende a perder el temple ante las exigencias periféricas de revisión del reparto de poder territorial. Felipe González suelta lo de Bosnia. Y, aunque luego se disculpe, sigue pensando lo mismo y apuntando a los suyos detrás del escenario. Borrell presenta un manifiesto con palabras exactamente contrarias a su espíritu. Almunia, empeñado en desdibujarse, le avala parafraseándolo. Galopan los caballos del frentismo sin que nadie admita ir montado en ellos. En ese contexto, la negación de España como nación por parte de Pujol es pura dinamita verbal. Cuando los nervios están a flor de piel y el país requiere tila, es una temeridad excitarlos por su extremo más sensible. España es un típico Estado-nación para la inmensa mayoría de sus ciudadanos, con la excepción principal de unos cuantos millones de periféricos, entre los que se cuentan los catalanistas, que sienten otras pertenencias nacionales. Atendiendo a su realidad compuesta, para quienes admitan que Cataluña, Euskadi, etcétera, son naciones, España no es una nación única, pero sí es una nación, además de un Estado. Ocurre que el territorio de España como entidad plurinacional no coincide con el de España como nación. Sería mejor que la nación española propiamente dicha se llamara España castellana o que la entidad supranacional, estatal para entendernos, denominada también España se llamara Las Españas, Confederación Hispánica, España Federada o cualquier otra cosa. Entonces, a nadie ofendería que se dijera, por ejemplo, que la Confederación Hispánica no es una nación. Del mismo modo, es cierto que tomada como sinónimo de Estado, para los que lo entendemos como plurinacional, la palabra España no describe una nación. Pero como en el otro sentido sí lo es, y Pujol no lo ignora, cabe deducir de sus declaraciones una voluntad de distanciamiento que incluye, y calcula, lo mal que van a sentar sus palabras en millones de estómagos. Si con eso pretende hacer propaganda en favor del nacionalismo catalán, apañados vamos. Sólo se entiende si pretende dar la razón a los disparates de Borrell además de ponerse a su altura. "Cataluña es una nación y España no". Cataluña lo es todo y España nada. Cataluña es el lago del cisne y España la charca del patito feo. Una cosa es proclamarse guapo y otra muy distinta afear a los demás sabiendo que se lo van a tomar como un insulto personal. Cuesta poco imaginar la reacción de los que no son catalanistas para nada, y de los españoles que no son ni catalanes ni vascos, etcétera. O ese hombre está gagá o se propone desandar lo andado y llevarnos por mal camino. (Sigue siendo una media falsedad su afirmación posterior según la cual lo ha dicho toda la vida. ¿Dónde, en qué fecha, a través de qué medio de comunicación social? ¿No recuerda ya lo del "hecho entrañable", pues por qué no lo dijo entonces y ahora sí?) Tal vez pretenda adelantar a Arzalluz para no oírse decir que chupa rueda, pero en ese caso hace un flaco favor a la credibilidad del nacionalismo catalán, y desgaja de él a sus sectores más moderados. Hay pendientes que cuestan poco de bajar y luego es arduo remontar. Los políticos son los primeros que deberían saberlo. Si el terceto González, Almunia, Borrell toma del PP el relevo de la crispación nacional, lo normal sería que Pujol lo denunciara en vez de darles alas. O tal vez calcula que, excitando el subidón rojigualda del PSOE, conseguirá descolocar a Maragall. Entonces, el método sería reprobable, por irresponsable, pero las consecuencias a su favor estarían aseguradas. Cuando González y Almunia están obnubilados, se apuntan al carro desde el que Borrell apalea a Maragall e, incapaz de calcular la segunda derivada, proporciona votos al PP voceando el ideario tradicional de la derechona (cuando el propio PP prefiere callárselo). El interés del PSOE es convocar vientos que favorezcan a Maragall. A no ser que sus dirigentes crean que es mejor baza la del meteorito Borrell, capaz de aupar a Pujol y Aznar de una sola pasada antes de perderse en el firmamento. Cuando las palabras van contra los propios intereses, hay que empezar a preocuparse. Alguien con capacidad arbitral, o por lo menos con autoridad moral, debería llamar al orden. ¿Quién será, si todos se empeñan en perder la poca que tenían? Aznar, que es el menos indicado para investirse de autoridad moral, calla. Y manda a Piqué para que se apropie de la bandera abandonada del sosiego y la concordia.

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