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Demasiado mercado mata el mercado

Joaquín Estefanía

Corresponde al sociólogo francés Alain Touraine el mérito de haber sabido detectar hace más de dos años el hecho de que el mundo no entraba, sino que salía de una transición liberal y se encaminaba hacia una etapa distinta, cuyas características todavía no son nítidas. Esta apreciación era más difícil de compartir en España, que vivía con el ciclo político cambiado respecto a los países de su entorno: la mayor parte de la Unión Europea se acercaba a fórmulas de Gobierno socialdemócratas, mientras que en nuestro país llegaba la derecha con un presidente que se había definido, de modo genérico, como "liberal".De esta transición desde el neoliberalismo aún no se sabe el destino. Una revolución teórica sólo tiene lugar, dice Kuhn, cuando frente al paradigma en crisis contamos con un paradigma teórico alternativo, lo que no es el caso. Hagamos un poco de historia: los años ochenta fueron protagonizados por la revolución conservadora que encabezaron Thatcher y Reagan. Fue tan intensa su hegemonía en los centros de poder, las universidades, los think tanks, los ambientes financieros, etcétera, que dicha revolución devino en una especie de pensamiento único cuyo programa se convirtió en la ideología del mundo: el mercado lo resuelve todo del mejor modo posible; achicar el Estado es agrandar la civilización; se acabó la historia, la sociedad será siempre capitalista y liberal; el liberalismo económico lleva inexcusablemente a la democracia; primero hay que agrandar la tarta y sólo luego repartirla, etcétera. Para aplicar tales leyes naturales, el pensamiento único utilizó unas herramientas de política económica de aplicación universal, independientes de las condiciones de los lugares en las que se instrumentaran. Yugular la inflación como primer objetivo. Disminuir los gastos del Estado: todo déficit presupuestario, sea cual sea su composición interna y su coyuntura, es condenable. Equilibrio en las cuentas del Estado bajando, además, los impuestos (demasiados impuestos matan los impuestos). Desarrollo de las fórmulas privatizadoras de la Seguridad Social, como la capitalización particular de las pensiones, el mutualismo, la ayuda familiar... Acabar con el universalismo del Estado de bienestar: los gastos sociales deben aplicarse tan sólo a los muy pobres y a los ancianos sin posibles. Abolición del salario mínimo, con el argumento de que es un obstáculo para la creación de empleo. Apertura total de los mercados, con libre circulación de capitales, servicios y mercancías, aunque no de personas y trabajadores; supresión de los monopolios públicos, pero escasa atención a los privados, etcétera.

En ésas estábamos cuando llegó la crisis financiera actual, hace año y medio. Cuando las principales bolsas de valores (occidentales) comenzaron a reverberar los efectos de la quiebra asiática dijeron que se trataba de un "ajuste técnico"; tan sólo muchos meses después aceptaron la posibilidad de una recesión. Los primeros episodios afectaron a los tigres asiáticos y a Japón; los tigres, que habían sido uno de los centros del paradigma neoliberal, devinieron por arte de magia en ejemplo de capitalismo corrupto. Su crisis demostraba, como antes lo hizo el Chile de Pinochet (al que los Chicago Boys legitimaron y dieron programa y ministros. Milton Friedman visitó el Santiago de la infamia), que no es cierto que el capitalismo lleve de forma natural a la democracia.

Luego llegó Rusia, que devaluó el rublo, suspendió pagos y entró en una inestabilidad política y económica de la que no sabe cómo salir. Pero el problema de Rusia no es demasiado Estado, sino de que el Estado no existe y nadie paga impuestos. Poco después, como efecto de la globalización, el desastre se trasladó a América Latina; tras una década perdida, el continente latinoamericano había hecho los deberes, se había ajustado a los programas del Fondo Monetario Internacional y había abierto sus economías espectacularmente. El Brasil de Cardoso era el alumno ejemplar y después de China era el destino favorito de la inversión extranjera. De poco le ha servido: todos los días salen de sus fronteras centenares de millones de dólares, sin control alguno, y el país está al borde del abismo.

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La incógnita consiste ahora en saber si lo que empezó siendo un mero ajuste técnico se convierte en una crisis sistémica y devora a Europa y Estados Unidos. Cuando ese temor ha llegado al centro del sistema, cuando Wall Street, Francfort, la City, Milán o Madrid se tambalean un día sí y otro también, es cuando ha comenzado a cambiar el discurso: hay que reformar y fortalecer al FMI para que, además de guardián de la ortodoxia, anticipe los problemas y vigile la transparencia del sector financiero; la urgencia es hoy la regulación y no la desregulación; el mal no es un Estado grande (el Leviatán), sino la falta de Estado, que hay que reconstruir con extrema celeridad; es preciso asegurar una redistribución de la renta y la riqueza para garantizar la cohesión de las sociedades, ya que -se ha demostrado- el conflicto no era entre la eficacia del sistema y la cohesión social, sino entre la eficiencia del mismo y la desvertebración a la que condujo en muchos lugares un capitalismo desenfrenado.

Más vale tarde que nunca. El clamor por establecer reglas de juego en las finanzas y en las economías de fin de siglo ya no es sólo compartido por "socialdemócratas trasnochados" como Helmut Schmidt ("así como el tráfico aéreo internacional necesita controles universalmente aceptados, también nosotros necesitamos urgentemente una regulación de los movimientos de capital. Y no hablo de inversiones en fábricas o en maquinarias, sino del comercio internacional financiado por el crédito telemático, realizado con valores, acciones y títulos de todo tipo. Este comercio se ha escapado casi por completo de las manos a las autoridades nacionales encargadas de la vigilancia y del control de las instituciones crediticias y a los bancos centrales naciona-

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Demasiado mercado mata el mercado

Viene de la página anteriorles"), sino que llega al mundo de Washington, reunido estos días en torno al G-7 y a la Asamblea del FMI. Economistas poco sospechosos como Samuelson o Krugman plantean límites a la acción de los mercados: "La política económica se ha vuelto prisionera de los inversores frívolos. ¿Puede cambiar? Sí, pero la solución está estigmatizada, démodé y nadie osa sugerirla: esta política es el control de cambios" (Krugman, en Fortune del pasado 7 de septiembre).

Se trata de volver a la política, frente a la ruptura de los controles sociales de la economía y la utilización de ésta, en su provecho y según sus únicos criterios, de todos los demás aspectos de la vida social, incluidas las necesidades fundamentales de la vida humana. Alguien ha recordado que hasta los casinos tienen normas para entrar en ellos y el mundo siente hoy, en una coyuntura complicada, la necesidad de ser dirigido por aquéllos a los que se elige, no por los hechiceros económicos que juegan al póquer del mentiroso. Sólo encontrando un new deal, un nuevo pacto, se podrá evitar la inestabilidad de este tiempo, pero también el daño de volver a un pasado proteccionista, del que emerja una especie de contraideología del pensamiento único, igual o más peligrosa que éste: contra globalización, autarquía; contra el libre cambio, aranceles; contra lo privado, lo estatal; contra el individuo, la comunidad; contra la eficiencia, la igualdad. Preparar las fórmulas para salir de la transición liberal de la que hablaba Touraine, y encontrar un paradigma alternativo, abierto, mestizo.

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