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Cuestionar la transición

Decididamente, en esto de hurgar en el pasado, próximo o lejano, removiendo acomodaticiamente su comprensión y convirtiéndolo en arma arrojadiza para la lucha del presente, creo que nos ganarán muy pocos países. Se trata de una de las constantes históricas de nuestro devenir político y, que yo sepa, desde las primeras Cortes de Cádiz siempre hemos caído en lo mismo. El pasado, cuanto más inmediato mejor, se desempolva cuando conviene y se interpreta siempre en función de lo que a la actualidad de la contienda política del momento mejor interesa. Una buena lección sería la de, de una vez por todas, aprender a asumir dicho pasado, con sus inevitables zonas de luces y sombras (siempre es así en los fenómenos sociales), y aprender a vivir el presente y proyectar el futuro. No olvidar la advertencia orteguiana de que, por una curiosa inversión de sus potencialidades, llega el español incluso a hacerse ilusiones sobre el pasado, en vez de sobre el futuro. Siempre resulta malsano este permanente recurso a mirar hacia atrás cuando conviene y para justificar lo que hoy importa. Al menos, las grandes democracias consolidadas aprendieron esta forma de actuar hace tiempo: ni renegar ni recrear el ayer. Simplemente, asumirlo.Entre nosotros, esta tendencia de malas consecuencias se ha visto resucitada hace algunos años en estrecha unión con el fenómeno regional-nacionalista originado por las "reivindicaciones históricas" del Estado de las autonomías. Lo que en otra ocasión he denominado "el regionalismo visceral" ha motivado por doquier el afán por encontrar "singularidades históricas" sobre las cuales asentar o justificar demandas más o menos lícitas del presente. Hemos llegado a romper el mismísimo ámbito de lo histórico, rehaciendo pasados y buscando rasgos peculiares, por lo demás siempre existentes en cualquier proceso de construcción de cualquier unidad nacional. Me remito a la excelente obra de Hagen Schulze, Estado y nación en Europa, en la que es posible encontrar el detalle de cualquier construcción estatal-nacional y que debiera ser buena lectura de terapia para todos los nacionalistas del mundo. Luego, el tema se complicó con su lógico corolario: la contradictoria enseñanza de la historia según comunidades autónomas. Con el famoso decreto armonizador como buen intento y las disputas nacidas a la sazón.

Y ahora parece llegarle la hora nada menos que a la transición. El contenido y posteriores declaraciones de los nacionalistas reunidos en Barcelona, algunas alusiones derivadas de la sentencia del caso Marey y la misma ocasión de estar celebrando los veinte años de nuestra vigente Constitución parecen constituir para algunos excusa suficiente para volver a plantearse el sentido, los supuestos, el alcance y hasta la valía de nuestra última transición a la democracia. Concretamente, el bienio 1976-1978: medidas de reforma política, alcance de ésta, primeras elecciones generales y elaboración y aprobación de la Constitución de 1978.

Vaya por delante la legitimidad de todas las opiniones. En realidad, se dan dos circunstancias. En primer lugar, la chocante ausencia de una teoría de la transición en un país que lleva transitando desde 1810. Nos falta, a pesar de las plúrimes experiencias en esto del tránsito, una útil teoría sobre las transiciones. Acaso porque eso únicamente lo da la experiencia, no la teoría. Emilio González López, un prestigioso intelectual de nuestra segunda República no ha mucho fallecido, confesaba que la gran suerte de los españoles en 1976 era tener el precedente de la instauración de la República. Ellos no tuvieron experiencia previa inmediata y por eso se lanzaron a una obra a la que, en gran medida, faltó la prudencia. Lo de que la República había venido a "mudarlo todo", tal como afirmara Jiménez de Asúa en las Cortes, da idea de lo erróneo del proceso. Las teorías, incluso con pretensiones de análisis comparativos, que luego han surgido convencen poco. Quizá porque cada pueblo transita como puede, cuando puede y de la forma que puede.

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Y, en segundo lugar, porque, por mor de la dialéctica a la sazón vigente, se anduvo siempre a vueltas con lo del dilema entre reforma o ruptura, con los matices de ruptura pactada o reforma desde dentro. Nunca quisieron aceptarse los hechos como fueron. Nadie quería pasar por perdedor en su planteamiento de demandas y todos jugaron al papel de ganadores en el proceso. Lo curioso es que, algo más de veinte años después, se tambalea la imagen. Y de la visión de algo modélico, incluso exportable, con lo que (¡una vez más!) queríamos dar lecciones al mundo, se pasa ahora a citar carencias en el proceso y lágrimas tardías por lo que pudo haber sido y no fue. Pero es que, en realidad, ¿pudo haber sido otra cosa? Ahí está el tema, cuyas dimensiones conviene no olvidar.

Alguna vez, dentro de la legitimidad anunciada y en una monografía científica, llegué a la conclusión de que nuestra transición tenía como pilares básicos los que siguen:

a)La existencia, quizá por vez primera en nuestra densa historia política, de una potente clase media, burguesa, acomodada, que, calificaciones ideológicas al margen, quiso y supo jugar un papel condicionante entre posibles extremos. Sin duda por conveniencia de conservar lo conseguido en los prósperos años anteriores (desde el hijo en la Universidad hasta la segunda residencia de veraneo), sin poner en riesgo nada. Quizá también por algo de miedo a repeticiones bélicas: no hay que ocultarlo. Pero ahí estuvo. No estaba dispuesta a mover un dedo por la continuación del autoritarismo vigente, ni a jugarse un duro por la defensa de "esencias del régimen" que tenía su final con la muerte (en la cama, sin vencimiento de nadie) de su fundador. Esto puede parecer prosaico y hasta molestar a tanta gente que ahora parece y presume de "haber corrido delante de los grises". Bueno, pues bendita sea la prosa. Aquella sociedad estaba ya centrada y obligó al centro a todo su entorno, comenzando por las demandas de los partidos. Desde las primeras elecciones generales se vio claro por dónde iban a ir las cosas, quedando en la cuneta los visionarios de la revolución y los nostálgicos de la continuidad.

b)El papel de la Corona, como institución que quiso conectar con este sentimiento generalizado. Que se anunció como Rey de todos, cerrando heridas entre vencedores y vencidos. Y que, en efecto y aunque resulta tópico, protagonizó aquello de lo que realmente se trataba: un cambio de régimen político, al margen de palabrería y denominaciones. Para los franquistas, gozaba de la circunstancia de haber sido nombrado Rey por el mismísimo Franco, al que se había jurado hasta la saciedad obediencia ciega. Para los monárquicos, pronto tuvo la legitimidad histórica con la abdicación de don Juan. Y para los demócratas se sumaba la legitimidad de oficio. Condujo el cambio, aceptó la Constitución y hasta un posterior 23 de febrero supo frenar a quien había que frenar. ¿Merecía la pena hacer cuestión de su existencia? ¿No era más importante la conquista de la democracia? Incluso es que no se podía ir más allá. O había democracia con Monarquía o no habría democracia. Las grandes fuerzas políticas del país lo vieron pronto y la sagacidad general puso el resto.

c)Y la elección del camino adecuado. Es decir, el cambio de régimen desde el fondo legal del mismo régimen y hasta con las mismas personas de éste. La Ley para la Reforma Política o la autodisolución de las Cortes orgánicas dan buen ejemplo de lo que queremos decir. Nadie podría esgrimir el argumento de la ilegalidad. No se iba a ir más allá de lo posible. Se cambió lo que, en aquellos momentos y pensando dónde estaba el auténtico poder de hecho, se podía cambiar. Por lo demás, las personas elegidas para encauzar este proceso estaban ahí precisamente para evitar la alarma. No asustaban. Y pronto, el talante negociador y pragmático se impuso sobre muchas otras cosas.

Y salió bien. O moderadamente bien. Cambiaba el régimen. Se rescataba la libertad de todos. Aparecía una Monarquía parlamentaria al uso en otros países europeos. Y se comenzaba a andar. Con tropiezos y dificultades cuya solución agrandaba todavía más el talante de quienes, en el poder o en la oposición, comenzaron muy pronto a jugar el papel de la democracia.

Ahora, algo más de veinte años más tarde, ¿merece la pena cuestionar esta obra? Y, sobre todo, ¿merece la pena hacerlo en función de la lucha política del hoy? Tengo para mí que sería un gran dislate. Pretender que lo que fue hubiera sido de otra forma es ignorar la realidad de entonces y subordinarla a los intereses de la actualidad. De aquí el consejo de asumir, tal como tuvo lugar, la transición, dejarla en paz y mirar el presente y el futuro. Lo contrario es entrar en un debate estéril, ya que no es posible cambiar los condicionamientos del ayer. Mejor sería plantearse el peligro de destruir lo hecho y la tentación, una vez más, de partir de cero.

Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político de la Universidad de Zaragoza.

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