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Desmemoria

El título de esta crónica es reivindicativo; para caer en ella se hace preciso saber antes lo que se olvida y haberlo almacenado, siquiera transitoriamente. Tiene mala fama la memoria, porque si alguien dijo que era el paraíso del que no podíamos ser expulsados, también queda aquello de que un tonto con mucha memoria es temible, porque recuerda sus tonterías y las ajenas. Yo estoy por conservarla, quizás porque sea el único patrimonio que nos quede a los viejos. La falta o el desdén por los recuerdos es posible que enmascare una ausencia de conocimientos. Esto lo encuentro preocupante.Hace poco -el 18 de septiembre- veía en La 2 de TVE un agradable programa, conducido por uno de los pocos presentadores que no es catalán o vasco, sino andaluz, Paco Vegara, conservando, sin menoscabo de la claridad, el agradable acento sureño. La idea original, no sustraída, viene de Italia y ni siquiera han maquillado la denominación: "Quattro", en el que dos parejas compiten por el acierto en las preguntas formuladas.

Son bastante sencillas, pero muestran vacíos en lo que podría considerarse cultura o acervo general. El final consiste en averiguar, lo antes posible, la identidad de un rostro, que aparece en la pantalla tras una serie de cuadrados, que las contestaciones van desvelando. Ese día la efigie elegida era, indudablemente, de un personaje popular, a juicio de los redactores del programa. Sin embargo, fue aclarándose y las dos parejas -habiendo demostrado un nivel aceptable- no lo adivinaron, ni siquiera al quedar totalmente de manifiesto. Era la cara de Luis Miguel Dominguín, individuo archiconocido, muerto hace un par de años, cuya necrología tuvo gran difusión. Parece desterrado de la educación de las jóvenes generaciones un gran caudal de datos considerados ociosos y sin importancia, dentro de los que se encuentran la historia y la geografía, sin que sea preciso andar por territorios independentistas. Contemporáneamente se va perdiendo la afición y el hábito de la lectura de los periódicos, no sólo en nuestra latitud, sino en el mundo entero, lo que trae poco consuelo. Se ha dicho que los grandes diarios estasdounidenses, en su edición dominical, incluyen más palabras que la Biblia. Es evidente que nadie tiene tiempo de leerlos enteros, ni siquiera una vez a la semana; la división por materias permite que cada cual se quede con el tema o temas de su predilección, arrojando al suelo -y después a la basura- el resto. Ello se ha generalizado, con la peculiaridad europea de ofrecer una revista a todo color, con reportajes y artículos variados en contenido y expresión. La memoria personal no consiste en lo que se aprende en los libros o enseñan los maestros, es sedimento amorfo de cosas escuchadas, vistas distraídamente, oídas en los confines de la niñez, que permanecen aferradas en un pliegue cerebral, sin que podamos siquiera identificar el origen. Una buena amiga, de exótico nombre, Velia Luz, vive entre nosotros, procedente de tierras centroamericanas y trajo con ella la curiosidad por conocer el nombre de las cosas que la rodean. Piensa proponer a las autoridades municipales la colocación de pequeñas lápidas donde una breve inscripción ilustrara sobre la identidad de quien da nombre de esa avenida o el significado castizo de la denominación de aquella plaza o travesía. Está dispuesta a sufragar el coste de las más cercanas a su domicilio, para crear estilo y estimular la función edilicia.

Vivo muy cerca de la calle Francisco de Rojas. El nombre puede llamar a engaño, a primera vista, porque se trata de un franciscano que publicó, en tres voluminosos tomos, los Anales de la Orden de Menores (1652), de dudosísimo interés general, y no el famoso autor de La Celestina, don Fernando de Rojas, que no tiene calle, paseo ni pasadizo en la capital del Reino. Más favorecido, Eloy Gonzalo, el héroe de Cascorro (es un río cubano, en la provincia de Camagüey), que dispone de una hermosa calle, en el distrito de Chamberí y de un bello monumento en la Ribera de Curtidores. Y así hasta mil. Son cosas que los madrileños deberían saber por ciencia infusa; para que tenga sentido la desmemoria y sepamos el nombre del lugar que nos cobija.

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