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Consenso constitucional y cambio de modeloENRIC FOSSAS

La tregua de ETA, precedida por la Declaración de Barcelona y el Acuerdo de Lizarra -y seguida de una insólita resolución del Parlament de Catalunya en favor de la autodeterminación-, ha desencadenado un tormentoso debate político mediático sobre el Estado autonómico y ha puesto a la Constitución de 1978 en el ojo del huracán. Que 20 años después de su aprobación se cuestione abiertamente la validez del texto constitucional consensuado durante la transición política significa que algo no acaba de funcionar. Y ese algo no es otra cosa que la integración de Cataluña y el País Vasco en el Estado español. En mi opinión, sin embargo, el problema no radica tanto en la propia Constitución como en la lectura de la misma que se ha realizado en estas dos décadas. A diferencia de otras cuestiones que había dejado pendientes la historia constitucional española, y que debían afrontarse en el proceso constituyente -el asentamiento de la democracia, la implantación de los derechos y libertades, el destino de la Monarquía o las relaciones Iglesia-Estado-, la llamada "cuestión nacional" (designada como el "problema catalán" durante la II República) no se encontraba resuelta ni social ni políticamente a finales de los años setenta y, por tanto, debía solucionarse constitucionalmente. Los redactores de la Constitución eran conscientes de que el tema clave del proceso constituyente era la organización territorial del Estado. Y también sabían que no se trataba de un problema técnico, sino de un largo y complejo problema político que afecta a la misma configuración nacional de España. El famoso "consenso" entre las fuerzas políticas de aquella época no culminó con la adopción de una solución concreta ni con la instauración de un determinado modelo de Estado. La Constitución se limitó a establecer unos principios y unos procedimientos para iniciar un proceso de reestructuración territorial del poder que podía conducir a distintos modelos. En realidad, se llegó a lo que C. Schmitt denominaba un "compromiso constitucional apócrifo", consistente en encontrar una fórmula que satisfaga todas las exigencias contradictorias y deje indecisa en una expresión anfibológica la cuestión litigiosa misma. En tales casos, la "decisión política" no se adopta por el constituyente, sino por el legislador cada vez que regula el objeto del compromiso de aplazamiento. Esta es la razón por la cual el llamado "modelo autonómico" no se halla en la Constitución de 1978. El modelo autonómico es, por una parte, preconstitucional y, por otra, subconstitucional. Lo primero porque los llamados regímenes preautonómicos instaurados antes de la Constitución (el llamado "café para todos") condicionaron fuertemente su redacción e incluso su desarrollo posterior. Lo segundo, porque la Constitución no crea el Estado autonómico: no especifica las "nacionalidades" y "regiones" que integran España, ni constituye las comunidades autónomas, ni delimita su territorio, ni configura su organización, ni determina sus poderes. Todas esas decisiones "constitucionales" se difieren a un momento posterior, limitándose la Carta Magna a fijar unos procedimientos basados en el llamado "principio dispositivo", es decir, en la voluntariedad de los territorios y sus representantes. Se establecieron, pues, las bases para un proceso autonómico en el que, además de los anteriores, resultaban decisivos el papel del Congreso de los Diputados, que debía desarrollar el llamado "bloque de la constitucionalidad", y del Tribunal Constitucional, que se erigía en intérprete supremo de la Constitución a través de su jurisprudencia. El modelo autonómico se ha forjado a través de ese proceso que ha tenido como resultado una determinada concreción de los principios y procedimientos establecidos por la Constitución, pero que no es la única posible. En esa concreción han sido determinantes dos elementos: las mayorías políticas formadas por los dos grandes partidos estatales (UCD/PP-PSOE), que hasta 1993 acordaron el desarrollo del modelo mediante "convenciones constitucionales" (los pactos autonómicos de 1981 y 1992); y la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, que ha ido sentando una "doctrina autonómica" sobre casi todos los aspectos de la nueva organización territorial que se iba creando. Creo que este modelo desplegado desde la transición, si bien ha supuesto una profunda transformación del Estado, no ha logrado el principal objetivo que perseguía la Constitución, es decir, la satisfacción de las demandas políticas de los nacionalismos vasco y catalán y la acomodación de las nacionalidades históricas en un espacio constitucional común. Y ello por cuatro razones. En primer lugar, porque ha eliminado el reconocimiento constitucional de la plurinacionalidad diluyendo la distinción inicial entre nacionalidades y regiones, una disposición pensada justamente para manifestar la diferencia de Cataluña, el País Vasco y Galicia dentro del Estado. En segundo lugar, porque ha conferido a dichas comunidades un nivel de autogobierno notablemente inferior al que podían haber obtenido con la Constitución, lo cual ha generado constantes demandas por parte de sus gobiernos autónomos, en manos de los partidos nacionalistas (vasco y catalán). Esto, a su vez, ha provocado, por emulación, la reivindicación de las demás comunidades, obligando al Gobierno central a extender a todas ellas los mismos poderes que iba cediendo a las primeras. En tercer lugar, porque ha reducido las potencialidades asimétricas que contenía el principio dispositivo, mal vistas por los partidos estatales, generando así una creciente insatisfacción en las fuerzas nacionalistas, deseosas de un "estatuto especial". Finalmente, porque no ha desplegado instrumentos de integración y participación en las instituciones generales del Estado (Senado, Tribunal Constitucional), debido a la incapacidad de encontrar mecanismos de representación adecuados a una sociedad plurinacional. Excepto esta última, las demás características del modelo autonómico son revisables sin reforma constitucional; bastaría tan sólo otro desarrollo de la Constitución, dotada de suficientes recursos (desde la Disposición Adicional Primera hasta el artículo 150) para hacer frente a ese largo y complejo problema político al que aludía al principio. Precisamente porque se trata de un problema político, es necesaria una nueva cultura política y un nuevo consenso constitucional, a modo de segunda transición, en el que se vean fuertemente implicadas las fuerzas nacionalistas, y del cual debe surgir otra lectura del texto constitucional que desarrolle un modelo "plurinacional y asimétrico" para el Estado español. Sólo así podrá resolverse la "cuestión nacional" y la Constitución dejará de estar en el ojo del huracán.

Enric Fossas es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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