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Tregua y Viagra

Ahora que hay tregua se habla de ella sin ídem. Pero no por mucho tiempo. Lo de hablar, digo. Porque nos vamos a pasar a la mímica. Así lo anuncian quienes manejan el cotarro: ha llegado el momento de la política de gestos. Entre eso y las prisas que nos están metiendo para empezar a gesticular, uno ya no sabe si apuntarse a un gimnasio, a un cursillo de expresión corporarl o de bailes de salón (el aurresku, por cierto, pasa por una de las profesiones con mayor futuro porque todos los días hay media docena de notables a quienes lanzarles graciosamente la boina). Tal vez baste, sin embargo, con unas sesiones aceleradas de aerobic pues el acompasar la música al ejercicio ayudará a desarrollar tanta letra que pide cintura, flexibilidad autoestima, voluntarismo y altitud -vértigo- de miras. Vamos, como un tango. Pero de cantautor. El otro día me referí a los denodados esfuerzos que realizan los políticos para construir mundos a espaldas a la realidad. Lo que nunca sospeché es que acabaríamos metidos en un tabladillo de sombras chinescas. Bien mirado, tampoco tiene nada de extraño porque, a fuerza de hablar de escenarios queriendo hablar de guiones o supuestos, teníamos que terminar como malditas marionetas. Y ya nos están tirando demasiado de los hilos con que si hay que revisar las partes más morrocotudas de la Constitución, por no decir las pudendas, amén de otra media docena de cosas más que habría que hacer para que sigan sin hacer nada quienes no debían haber hecho precisamente nada. Bueno, hablar sí o dar morisquetas, puesto que hemos quedado en que se gesticulaba. Pero llegado aquí, comienzan las dudas y uno no sabe si seguir con el tutú o apuntarse a matemáticas ya que, según parece, se avecinan tiempos en que sumar y restar valdrán su peso en oro. Si ha bastado con una unidad para cambiar radicalmente la suerte de muchas mujeres -habría que emplazar a los obispos a que detallen los deberes del ciudadano Nasciturus-, qué no ocurrirá cuando se manejen miles de centenas. Según parece podrían cambiar hasta los destinos de un pueblo. Y es que los números son endiablados. Si lo serán que en las manos oportunas sueles decir lo contrario de lo que dicen. Además crean adicción. Por mucho que el 25-O parezca el termómetro definitivo de la voluntad popular, apenas enfriado el escrutinio, seguro que se pide un nuevo sondeo por aquello de que a lo mejor el pueblo no acertó a expresarse bien, dado que no votó aquello que se pretendía. De ahí que le recomiende apuntarse a clases de imaginario porque se lo van a poner a ruda prueba. Hasta ahora no hemos visto nada para lo que se nos avecina conque esa lengua está sucia, éste picurreta, su boina no tapa la cabeza que debe, el roble hay que venerarlo, construiremos las fronteras más potxolas de Europa, ¿label?, lo vamos a poner hasta en la hierba, aquí lo fundamental -o sea, todo- no data, los romanos nunca nos hollaron -je, je-, etc. A nada que se descuide ya le veo no de espectador del eterno concurso de trikitrixas sino tocando el pandero y lanzando irrintzis al deconectarse de Internet. Aunque le rogaría encarecidamente que no se olvidase del sexólogo. Porque entre la escasa frecuencia y baja calidad de los encuentros sexuales (estamos más cerca del coreano que del gabacho), la tardía edad del primer embarazo -o la temprana, que duele más y disuade en adelante, porque no hay peor cosa que quedarse preñada con 14 o 15 años-, los malos tratos a las mujeres y el escaso sentido de la responsabilidad, nos estamos quedando sin reemplazo vegetativo y corremos suicidamente hacia una soberanía sin sujetos. ¿Después de tanto bregar por conseguir solar patrio lo vamos a dejar vacío? ¡De ningún modo! Por eso conviene celebrar la modesta contribución de ese diputado del PNV que ha cambiado su voto poniéndose en contra del cuarto supuesto del aborto. Con lo que cuestan los embarazos, sólo faltaría derrocharlos. Que cunda el ejemplo. Por de pronto podemos esperar que la tregua obre de Viagra y suscite en todo el país un clamor unánime, el grito más genuinamente ancestral y primitivo que imaginarse pueda: el que sale de un buen polvo. Ya que ésos dan buenos lodos.

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