La obsesión por la transparencia
En Washington, en Nueva York y en Chicago hay un establishment político y mediático que aún hoy no ha llegado a comprender por qué la opinión pública estadounidense no se ha visto trastornada por las revelaciones del fiscal Kenneth Starr relativas a la vida sexual y las mentiras del presidente Bill Clinton. Los miembros de ese establishment están muy lejos de ser todos unos puritanos maniáticos o unos maccartistas fanáticos. Entre ellos, incluso se puede encontrar a gente que, hace unos años, estaba fascinada por Bill e Hillary Clinton, personas de la izquierda liberal. Estas últimas quedaron tan terriblemente decepcionadas por su ídolo que un buen día decidieron considerarlo un mentiroso o un impostor. Es el caso de mi amigo Ben Bradlee, ex director de The Washington Post durante el caso Watergate, cuyo personaje fue interpretado en el cine por Robert de Niro (en Todos los hombres del presidente). La semana pasada pregunté al hombre que derribó a Nixon si hubiese tenido la misma actitud con Clinton. Este hombre honorable me respondió sin dudar: ¡absolutamente!Los propios representantes de las élites política y mediática se quedaron aún más confundidos cuando vieron cómo el mundo entero los desautorizaba. Las personalidades más respetadas -desde Vaclav Havel hasta Nelson Mandela- proclamaron su solidaridad con Bill Clinton y denunciaron la "caza de brujas" organizada por Kenneth Starr y su Gran Jurado. Las confidencias salaces y escabrosas de Monica Lewinski provocaron náuseas a muchísimos de los lectores del célebre "informe" y a todos los telespectadores de las "cintas de vídeo". Cuatro años para una investigación que ha costado millones y millones de dólares y todo para desembocar en una acusación de adulterio: parece al mismo tiempo inaceptable y grotesco.
Los periodistas estadounidenses, presentadores de televisión, columnistas y analistas declararon que no era el adulterio lo que les chocaba, era la mentira. Es un argumento que no trastorna ni por un momento a las opiniones públicas europeas. Mentir para ocultar a su mujer y a sus hijos unos juegos eróticos no es un crimen en Europa. A menudo, el crimen es decir la verdad para tranquilizar la propia conciencia, a la vez que, a través de la confesión, se tortura a la persona que se ha engañado. Evidentemente, queda una cuestión, y es que Bill Clinton mintió bajo juramento. En vez de proclamar que él, presidente de Estados Unidos, no tenía la intención de responder a una pregunta sobre su vida privada, debió de considerar esta pregunta como normal y respondió. Mintiendo.
Esto es importante, porque, gracias a ello, algunos miembros del establishment descubrieron que estaban aislados, que vivían en una sociedad cerrada y, sobre todo, que había una diferencia cultural radical entre sus reacciones y las de su pueblo, así como las de todos los europeos. Hay que apresurarse a precisar que en Europa ha habido diferentes sensibilidades. Una vez más, los británicos han dado muestras de pertenecer al universo anglosajón y de que, en ocasiones, el canal de la Mancha es simbólicamente mayor que el Atlántico. Pero incluso entre naciones como Francia y Alemania, por un lado, e Italia y España, por otro, ha habido algunas diferencias. Por primera vez, los franceses y los alemanes expresaron idénticos pareceres. Por un lado, sobre la persona y los métodos del fiscal Kenneth Starr; por otro, sobre el fondo mismo del debate sobre la vida privada; por último y sobre todo, las cadenas de televisión alemanas y francesas, sin haberse puesto de acuerdo, se negaron a difundir las grabaciones de las sesiones del Gran Jurado. Tanto en París como en Bonn sólo se vieron breves secuencias en las que, por cierto, Bill Clinton salía más bien favorecido y en las que no se podía oír ninguna clase de vulgaridad pornográfica.
No creo que entre los europeos haya desacuerdo a la hora de rechazar, en nombre de la democracia y de la célebre "transparencia", la posibilidad de linchar mediáticamente a un hombre público. Tampoco creo que pueda haber desacuerdo sobre la voluntad de oponerse a la posibilidad de que tales métodos procedentes de Estados Unidos se adopten en este lado del Atlántico y en todo el Viejo Mundo. En casi todas partes hemos comprendido que el integrismo puritano, en cuyo nombre ha actuado Kenneth Starr y que es representativo de varias capas de la sociedad estadounidense era tan funesto como los demás. Pero nos pusimos a meditar de diferentes formas sobre lo que significa la sociedad de la transparencia. En principio, revelar lo que los pecadores disimulan es un acto más bien positivo. No deberíamos plantearnos la pregunta de si es oportuno publicar y mostrar o no tales revelaciones. Hubo un tiempo en que los socialistas suecos, noruegos y daneses llevaron el igualitarismo fiscal hasta vigilar el tren de vida de todos los ciudadanos y prácticamente a invitarles a denunciarse los unos a los otros. Era su transparencia. Era incómodo, pero lo aceptaban. El propio primer ministro Olof Palme fue acusado de haber aceptado honorarios no declarados por una conferencia. La suma no superaba los 1.000 dólares. Fue severamente sancionado y se vio al penitente disculparse por televisión.
En cierta medida, el hecho de televisar juicios y suscitar arrepentimientos, como se ha hecho en Italia desde los orígenes de la política de "manos limpias", derivaba también de la obsesión por la transparencia. Como lo son las iniciativas estadounidenses que poco a poco se han extendido a todos los países y que hacen trabajar a sus empleados, bien en inmensas salas comunes o bien en oficinas con mamparas de cristal, de forma que cada cual puede ver y ser visto durante todo el día, por todos y todas. Se acabaron los jardines secretos y la privacy, en el sentido antiguo y noble británico del siglo pasado.
Pero todo esto sigue perteneciendo al ámbito de una cierta coacción, deplorable pero soportable. Cuando se trata de la vida sexual íntima y de los interrogatorios medievales dedicados únicamente a los detalles de esa vida sexual, entonces todo cambia. De repente, nos encontramos ante una tendencia que muestra que la transparencia ya no es la verdad íntima. Se convierte en la manifestación de un deseo de dominación, la libido dominandi, analizada por todas los grandes policías de la historia, que tenían verdaderos orgasmos al leer los secretos que proporcionaban no hace mucho los informes de los chismes y de los espías, y hoy las fotografías y las escuchas telefónicas. Así pues, la pregunta que se plantea es saber si los medios de comunicación, al ponerse al servicio de esta dominación perversa, no contribuyen a construir un universo de delación generalizada. Un universo en el que, como antaño en los juicios de la Inquisición y hace no mucho en los juicios estalinistas, se declara como "poseídos por el diablo" o como "traidores a la clase obrera" a todos aquellos a los que se obliga a contar sus supuestos pecados sexuales haciendo como si el resto de la sociedad no los compartiera.
Esta idea del célebre "deber de informar", que es el catecismo de los medios de comunicación, sirve entonces como coartada. Porque las informaciones que van a ser publicadas no enriquecen en nada al lector, sólo van a seducirlo debido a su carácter obsceno y escabroso. Asistimos a una competición desenfrenada entre órganos de prensa audiovisuales o escritos que, durante dos o tres días, se convirtieron en simples periódicos pornográficos. Y, por supuesto, nos hemos arrancado de las manos los periódicos considerados como los más austeros de Londres, de París, de Madrid y de Roma, como nos peleamos por la posibilidad de ver las escenas televisadas del juicio a Clinton. Era la transparencia. Los debates se adueñaron de los espíritus. "En conciencia, tengo el deber de dar a mis lectores todos los elementos del informe para que se formen una opinión", decía un director de periódico, cuando en su fuero interno sólo le preocupaba el temor de ver a la competencia publicar en su lugar una ignominia y el afán de vender al menos tanto como los demás.
Hay dos escuelas entre los profetas de la modernidad. La que se refiere al libro de Aldous Huxley titulado Un mundo feliz y la que se refiere al libro titulado 1984, de George Orwell. El primero preveía y describía, como en una obra de ciencia-ficción, una humanidad totalmente deshumanizada por los fulgurantes avances de la tecnología, de la química y de todas las ciencias. El segundo proyectaba en el futuro un control policial tan sofisticado que cada persona estaba programada para una tarea y era sancionada si se apartaba de ella. Huxley y Orwell no son en absoluto contradictorios con la transparencia. Ya que los efectos multiplicadores de las innovaciones introducidas por la tecnología en la comunicación y en los medios ha desembocado en este Gran Jurado concebido en los tenebrosos despachos del fiscal Kenneth Starr.
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