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Sellos alemanes

Como ahora sólo viajo con la imaginación, no tengo problemas con los agentes de aduanas. Pero, en la época en que sí viajaba, los libros y demás objetos que me acompañaban eran fuente casi segura de retenciones en las fronteras y de discusiones con aduaneros obtusos. Recuerdo, a vuelapluma y con extrañeza, un tomo de los Diarios de Virginia Woolf que me fue requisado en el puerto de Orán bajo la égida del FLN, por un hombre al que molestaba que una mujer hubiera escrito un libro; una pipa tirolesa que suscitó la desconfianza nada menos que del FBI en la aduana de Puerto Rico y cuyo contenido -simple tabaco de Virginia- hubo de ser analizado mientras yo perdía la continuación del vuelo a Miami; unos lienzos pequeños pintados por mí en la Toscana, y que inspiraron al cancerbero de turno la peregrina y halagadora idea de obligarme a solicitar un permiso para exportar obras de arte; una biografía ilustrada de Trotsky, con el correspondiente símbolo trotskista en la portada -una L y una T superpuestas a la hoz y el martillo-, en cuya peligrosidad potencial no había reparado, y que me llevó a intentar persuadir a un aduanero franquista de que los libros de historia del comunismo no son necesariamente comunistas, y unos sellos que compré en una oficina de correos en Berlín Oriental, y que motivaron mi detención, durante una noche entera, en el puesto de control de Friedrichstrasse. Mis padres y yo, que viajábamos en un modesto pero heroico "600" de color verde oscuro desde Valencia, habíamos intentado acceder a Berlín desde el sur, pero la policía nos había obligado a subir hasta Helmstedt, de donde arrancaba el único pasillo de autopista permitido que enlazaba la República Federal de Alemania con el islote de Berlín, incrustado en el corazón de la República Democrática Alemana. Tras largo papeleo, nos advirtieron que por ningún motivo podíamos detenernos hasta llegar a nuestro destino. -¿Y si tenemos una avería?, preguntó mi padre. -Háganse a un lado y esperen. No bajen del vehículo, nos advirtieron. A ambos lados de la autopista había un complicado sistema de alambradas de diferentes tamaños y formas, y el terreno estaba arado para detectar las huellas tanto de los fugitivos como de los improbables intrusos. Había también torres de vigilancia, y en alguna ocasión vimos carros blindados. Pero lo que más nos impresionó fue la gente que se agolpaba en los puentes que sobrevolaban la autopista, y que nos saludaba al pasar. Al principio creíamos que eran simples curiosos que llegaban de excursión hasta allí, y que intentaban transmitirnos su simpatía, pero poco a poco se impuso una interpretación más realista. Para aquella gente, que no tenía ocasión de abandonar el país, los extranjeros que iban de paso constituían una leve esperanza. Si hubiéramos tenido la osadía de aminorar la velocidad, habrían dejado sus bicicletas allí mismo y habrían saltado para que les ayudáramos a escapar. Que esta segunda interpretación era la correcta nos lo confirmaron, por una parte, la repentina llegada de un vehículo militar a uno de los puentes, y la consiguiente dispersión de los ciclistas. Por otra, el concienzudo registro que sufrían todos los coches al llegar al sector occidental de Berlín. Hasta a mí me hicieron abandonar el asiento de atrás para comprobar que el interior del "600"era tan exiguo como parecía, y que no habíamos burlado las ordenanzas. El control y la continua vigilancia se hicieron sentir muchas veces en aquel viaje. Un día antes de nuestro regreso, y mientras mis padres se quedaban en casa de unos parientes, se me ocurrió despedirme del Berlín oriental, que comprendía la parte más antigua de la ciudad, y por tanto la más representativa desde el punto de vista cultural y sentimental. Estuve callejeando y viendo museos. Luego, cuando ya me dirigía al puesto de control, se me ocurrió entrar en una oficina de correos, donde compré tres series iguales de sellos, como recuerdo para mis amigos filatélicos. Para quien nunca haya coleccionado sellos de la RDA conviene recordar que en cada serie había un valor -no siempre el de mayor valor facial- que era prácticamente inencontrable, y que permitía a los especuladores -presumiblemente altos funcionarios del gobierno- enriquecerse a costa de los coleccionistas, que tenían que pagar mucho más de lo razonable para conseguir la serie completa. Pero en la oficina de correos, como yo esperaba, pude adquirir tres series completas al precio marcado. Ya en el puesto de control, y como me preguntaran en qué había gastado el dinero cambiado -era obligatorio comprar marcos orientales al entrar, y luego presentar las cuentas-, enseñé los sellos. La cara del funcionario correspondiente se alteró. Llamó a un superior y me trasladaron a una habitación, y luego a otra. Querían saber desde cuándo me dedicaba al tráfico ilegal de sellos, cuántas series había pasado en total y si utilizaba siempre el mismo puesto fronterizo. Les dije la verdad, pero no me creyeron. Con la esperanza de ablandarme, o quizá porque mi alemán les parecía insuficiente, me interrogó un policía que había aprendido español en Cuba. Intenté convencerle de que la seguridad de la RDA no podía depender de que un turista comprara tres series iguales de sellos, pero sólo al amanecer me soltaron, tras devolverme una serie incompleta y decirme que no volviese a intentarlo. Escribo este artículo el día en que se celebran elecciones generales en Alemania. Felizmente, ese país representa mucho más que un puesto de control y que unos aduaneros delirantes. Pero no puedo olvidar aquel momento en el que salí a la calle, ya en el lado occidental, y deseé fervientemente una reunificación que aún tardaría veinte años en producirse.

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