Silencio universitario
JULIO SEOANE Resulta difícil utilizar las palabras y las ideas adecuadas, para no repetir lo de siempre y conseguir romper así el círculo de silencio que rodea a las instituciones universitarias. Basta pensar que todas las instituciones de la sociedad actual están sometidas a una crítica implacable, desde dentro y desde fuera, con la esperanza de mejorarlas o sustituirlas; de esta crítica inexorable no se libra el sistema judicial, la actividad política, la sanidad o la familia, por poner ejemplos muy diversos. Sin embargo, la Universidad permanece intocable, apenas matizada en su apariencia estética, disfrazada herméticamente ante su profunda descomposición. Intelectuales y políticos no se cansan de repetir, con voz grave y gesto profundo, que la educación constituye el auténtico futuro de la sociedad; que hoy más que nunca, sin educación no hay futuro posible. Terminada la frase, como si de un conjuro mágico se tratara, sonríen satisfechos ante el deber cumplido. Según parece, el resto se nos dará por añadidura. En general, todas las instituciones tienen que justificarse ante la sociedad, al menos, en dos planos distintos; por un lado, como institución, dando cuentas de su actividad, del empleo de sus recursos públicos, de la legalidad de sus procedimientos. Por otro lado, tiene que justificarse técnicamente, demostrando que está cumpliendo los objetivos propios de la institución. ¿Por qué no ocurre lo mismo con la Universidad? El argumento universitario es perverso. Desde fuera, se le puede exigir que se justifique como institución, pero nunca en su funcionamiento técnico y científico, cuya competencia es exclusiva de los especialistas universitarios. Desde dentro, cuando se piden criterios técnicos de funcionamiento, se cuestiona la autoridad científica y se recurre a las garantías sociales del funcionamiento de la institución. El resultado es un círculo de impunidad y de silencio. Una institución más amplia que cualquier industria local, que maneja miles de millones todos los años y de la que dependen miles de personas, además del futuro de la sociedad según frase de intelectuales y políticos, no puede ni debe continuar en este estado de gracia. Tenemos que contribuir todos a destapar y detener su descomposición. Pero sin recurrir a la anécdota concreta ni señalar con el dedo, que es poco educado y peligroso para el dedo, sino intentando elevar a categoría nuestras experiencias diarias, cada uno desde su puesto, desde su Facultad o especialidad, desde Medicina, Derecho o, como es mi caso, desde la Facultad de Psicología. Pero se necesitan muchas voces o todo quedará en simple testimonio. Por ejemplo, la institución no cuenta que, a veces, cientos de alumnos se matriculan en una asignatura nueva, pagan sus derechos, emplean varios meses de atención y unas cuantas horas de estudio, aprueban o suspenden, y todo ello no en aras de la ciencia o de la formación profesional, sino porque el nuevo nombre de esa asignatura justifica la oposición de un profesor determinado. Muchos lo saben, pero nadie lo dice abiertamente. Realmente, la conspiración del silencio es una película que marcó a toda una generación, pero nunca nos creímos el desenlace. Seguiremos insistiendo
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