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Chupando ruedaXAVIER BRU DE SALA

Muy entusiasmados volvieron Pere Esteve y compañía de Euskadi. La foto de los firmantes de la Declaración de Barcelona celebrando sus acuerdos coincidió con la tregua de ETA, de manera que en el escenario mediático quedó fijado desde el primer momento el panorama: A un lado el PP y el PSOE, pillados a contrapié, cautelosos, reticentes... y espantados además por el frente periférico. Al otro, la euforia de los nacionalismos brindando. ¿Sólo por la paz o, como dijo Felipe González -al que su merecido descrédito no le impide ser más listo que la cúpula del PSOE al completo-, por la pedrea de la paz? Hasta el momento, el catalanismo nunca había encontrado en el país Vasco nada que hubiera perdido. Los modelos son tan distintos, por fortuna para los catalanes y para toda España, que apenas tienen en común más que el apelativo nacionalismo. Los conceptos de ciudadanía, apertura y convivencialidad nunca han tenido, desde luego, el mismo sentido en Barcelona que en Guipúzcoa. Ni siquiera el enemigo es el mismo, puesto que para los nacionalistas vascos es España y para los catalanes el centralismo español. Pero parece que las cosas empiezan a cambiar. Hartos de tanto pactismo y de lo que consideran exceso de tibieza, los responsables actuales de CDC deslizan las miradas hacia el que, en su inexperiencia, ven como el único rincón de la geografía hispánica donde las fuerzas colonizadoras no campan a sus anchas. Si no estuvieran tan influidos por las lecturas de Astérix (al que han leído mucho más que a Prat de la Riba), no creerían en pociones mágicas ni volverían tan sonrientes -aunque escondiendo la sonrisa- de su excursión iberbórea. Para un nacionalista de Euskadi, los vascoespañoles son los otros, los indeseables, las fuerzas exteriores que acampan en la tierra que les pertenece. En la tradición de nuestro nacionalismo, ser catalán es un modo de ser español incompatible con los viejos modos de serlo. Por eso hay que aventarlos a toda costa en vez de convocarlos. Por eso, antes de dar un paso en el contencioso político Cataluña-España, hay que mesurar las reacciones que se provocan. En las especiales circunstancias que vive España a raíz de la tregua, la posición del nacionalismo catalán cuenta más de lo que parece. Si de veras CiU quiere contribuir a la pacificación de Euskadi, la mejor estrategia no consiste en situarse detrás del PNV, como un Mauri detrás de un Olano, y lanzar sobre Madrid el mensaje de que se aspira a llegar a la misma meta un segundo después. Tampoco sería pertinente entregar un cheque en blanco a los dos grandes partidos. Conforme con la trayectoria de CiU en la política española, la posición más útil pasaría por asumir una función equilibradora, plausible y realista, no por más cercana al PNV que la de los autodenominados no nacionalistas, menos alejada de la sensibilidad constitucional. Esta posición no sería posible sin asumir que la urgencia de consolidar la paz es superior a la urgencia del reconocimiento de Cataluña como nación. Al contrario, de mantenerse el mensaje inicial del brindis, leído correctamente en toda España como un órdago en el que el fin del terrorismo está vinculado, indirecta pero íntimamente, no sólo a las exigencias soberanistas de Arzalluz, sino también a las del pujolismo, no por más moderadas menos temidas. Un mensaje tal no conviene a nadie, salvo al PNV. Que pagará el respaldo convergente, sólo puede dudarse desde la inocencia política, despegándose del nuevo Galeuska y dejando a los catalanes tirados en la cuneta. Así parece haberlo entendido Pujol. Su mensaje a Aznar y el comunicado posterior del jueves pasado es de moderación y desvinculación de las reivindicaciones catalanistas y el proceso de paz. Pero antes, y probablemente después, su bendición del frente periférico, iniciativa de CDC, tira hacia el lado contrario. Convertir esas dos vías opuestas en paralelas -o, mejor dicho, en convergentes- exige una pronta rectificación de la segunda. Desde el españolismo viejo, no son pocos los que consideran a ETA como una incisión abierta, necesaria para salvar la extremidad afectada de la gangrena y la posterior amputación. Por eso se temen tanto el fin de la violencia. Si encima se dan desde Cataluña alas a la idea de que la sutura de la herida vasca aproxima el peligro de la pérdida de otro miembro (de masa equivalente a la cuarta parte del cuerpo), las reticencias a la pacificación expresadas desde el centro van a ser mayores que las facilidades. El mensaje del nacionalismo catalán debería ser, pues, en vez de alarmante, tranquilizador y cooperador al cien por cien. Días vendrán en los que una posición sensata en esta ocasión histórica -de fondo, no sólo de forma- se traducirá en argumento para convencer a muchos de que la solución pendiente del encaje catalán acrecienta la cohesión en vez de poner en marcha la centrífuga.

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