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Torrejón-terminus

Nada hay, en el sistema capitalista en que vivimos, más suculento que un monopolio. Y, tras hondos estudios, reflexiones y experiencias, pocas cosas tan torpes y desgraciadas como un monopolio embozado, vergonzante. Creo que eso es lo que viene ocurriendo, desde hace muchos años, en la compañía Iberia y su filial, fraternal o subsidiaria Aviaco, por reiterado que sea el esfuerzo para que las cosas aparezcan de diferente manera. Tras el exordio generalizador, vamos al comentario anecdótico que pudiera ilustrar al usuario, por lo general inerme ante los hechos.A comienzos del presente verano y tras una preparación catastrófica, que quizá no viniera a cuento, y al colapso de Barajas durante varios días, se arbitró la utilización de las pistas construidas para albergar la base aérea hispano-estadounidense en el término de Torrejón de Ardoz. Ignoro si era la mejor solución a los problemas del aeropuerto, ante la imposibilidad o dificultad de trazar una tercera o cuarta pista. A breve plazo, era la única, lo que explicado clara y honestamente a la opinión pública hubiera sido aceptada, como lo son las situaciones que no tienen otro remedio. Torrejón es ya el segundo aeropuerto madrileño, que estaba haciendo mucha falta. Por eso resulta irritante que su utilización no fuera ensayada, dándole un inicial aire de emergencia, que es el que presenta lo que no se ha realizado correcta e inteligentemente. En la antigua base aterrizan, no sólo las avionetas privadas y los servicios charter, sino los vuelos regulares ofertados por Iberia, con ese galimatías de mezclar a otras empresas que resultan "operadas" por la compañía de bandera. Es el monopolio que no quiere decir su nombre, el tontipodio.

Hace unos días regresaba de un breve viaje a San Sebastián y en la agencia donde adquirí el boleto me advirtieron que aterrizaría en Torrejón, lo que supuso, simplemente, una novedad. Tomo los desplazamientos con calma y paciencia, que es la única manera de combatir los excesos de adrenalina. En este caso, con la curiosidad de llegar a este pueblo por otra puerta. El aparato era un "Fokker" bimotor, que desvela mis nostalgias, con capacidad para 50 pasajeros y matriculado por una compañía de navegación de la Comunidad Valenciana, que no deja de ser exótico. Las azafatas, competentes, jóvenes y agraciadas, lo que ya no puede decirse que ocurra en las grandes líneas mundiales. Con una sonrisa, aún no deteriorada, ofrecen a los viajeros refrescos y unos bocadillos como los que se distribuyen en las bodas de poco pelo.

Una grata sorpresa en el mostrador donde se confirma el billete: al llegar a destino los viajeros serán llevados al aeropuerto de Barajas y, como alternativa, a la terminal de la plaza de Colón, en el centro de Madrid, a poquísima distancia de mi domicilio. El trayecto se realizó con normalidad y tomamos tierra en aquel amplio páramo, punto clave de la estrategia militar estadounidense, es decir, de todo quisque. Las espaciosas rampas, que acogieron a los pesados B-52 y a los cazas supersónicos, indetectables por el radar, albergan cuatro aviones pintados de amarillo y rojo, que desempeñan el importante papel de aljibes volantes contra incendios, dos docenas de avioncitos privados, como airosos saltamontes y nuestro "Fokker", al que se acercaron los dos anunciados autocares. Todo estupendo, agradable. Igual que en algunas ceremonias matrimoniales se apartan a los amigos y familiares de la novia de los deudos de la parte contraria, la gentil azafata, tras anunciarlo a bordo, continuaba informando: "A Barajas, autobús de la derecha; el otro va a Colón". Tomé asiento en el segundo al que sólo subieron dos personas, sin duda empleados de regreso al centro.

Ameno e instructivo el desplazamiento. En torno, edificaciones bajas, alrededores camuflados por el amarillo trigal de Castilla. La mujer descendió en la avenida de América. El otro siguió hasta el final. Indiqué al chófer mi deseo de recuperar el equipaje. "¿Qué maletas? No he traído ninguna". Esto acibaró, temporalmente el viaje, porque no me las enviaron a casa, tras laboriosas reclamaciones, hasta ocho horas después. Creo que es cosa del monopolio.

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