Andalucía y la LOGSE (II)
Analizábamos la semana pasada una reciente encuesta del CIS, según la cual las familias andaluzas apenas aprueban la reforma educativa. Lo peor es el suspenso, claro y rotundo, en lo que se refiere a la ESO, sin duda el tramo más novedoso, el más cualificado de la Ley. Una norma, no lo olvidemos, dirigida a combatir las desigualdades sociales, a desarrollar la personalidad, a fomentar el respeto por los derechos y libertades, entre otros grandes objetivos. Es decir, una ley de apoyo al sistema democrático en su misma raíz, la educativa, que aspira a formar ciudadanos conscientes, libres y solidarios, abiertos a la perplejidad del mundo y decididos a eliminar sus miserias. Tanto más preocupa que no sea aceptada por la ciudadanía. Apuntábamos, entre las posibles razones de este singular rechazo, que la propia ley quizás lleva demasiado atrás los objetivos específicos de la enseñanza, lo que ha hecho desconfiar de ella a muchos padres y a muchos docentes -un sector normalmente más inclinado a instruir que a educar, sobre todo en secundaria-, y ha propiciado el ruido mediático entre el legislador y el destinatario. Así, muchas personas han aceptado el eslogan de los detractores, que interpretan como una simple rebaja de contenidos en la ESO lo que en realidad es un profundo cambio metodológico, el que se propone, tanto en la manera de enseñar como en la de preparar ciudadanos demócratas. De hecho, quizás lo más llamativo de los datos que maneja la propia Consejería es que, en los niveles más bajos de formación, los interrogados responden con un "no sabe/no contesta", cercano al 25%. Esto es, el mensaje ni siquiera ha llegado a muchos de sus más claros beneficiarios. Aquí ya no hay más remedio que empezar a hablar de responsabilidades políticas. Pues después de tantos años ininterrumpidos de gobiernos socialistas, sorprende que una reforma de tanto calado social no se entienda, no se acepte, o no se conozca. Cierto que a la Ley le faltó, desde un principio, el acompañamiento de la necesaria financiación, lo cual ha derivado en no pocos problemas de infraestructura. Pero también es cierto que se perdieron unos años preciosos en titubeos y experimentos estériles, entre el 86 y el 90, que no sirvieron para ganar la convicción del profesorado ni la conciencia de los andaluces, en general, y sí para ir diseñando, entre otras novedades, un complejísimo entramado de materias optativas, que ahora hay que podar, en favor de las fundamentales. También se cambiaron demasiadas veces los equipos políticos al frente de una tarea tan decisiva -por simples presiones de las distintas familias y cuotas del PSOE-; se complicó todo con una precipitada expansión de la Universidad, que consumió buena parte de los recursos; siguen sin crearse medidas de dignificación de la función docente, abocada a un trabajo muy duro con adolescentes desmotivados y a menudo conflictivos, etcétera. En definitiva, que el PSOE ha perdido, también aquí, un liderazgo social que le correspondía por derecho propio. Lo que pasa es que, tratándose de Andalucía, y de Educación, roza lo imperdonable.
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