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El vértigo del voto

A pesar de sus esfuerzos, el comentarista político, que en los mejores casos lucha por la objetividad, acaba la mayoría de las veces por llevar el ascua a su sardina, a su propia sardina ideológica. La imparcialidad analítica y la militancia partidista son las dos fuerzas dialécticas que se debaten en el fondo de la conciencia. Claro que siempre hay un espacio para zafarse de esa agonía moral: simplemente, no ser comentarista político, apreciar la realidad de otra manera. A veces el comentario pretende fundamentarse en las solas fuerzas de la escritura. Es la posición a la que recurren aquellos que consideran que sus únicos méritos residen en el lenguaje. No se trata de una forma de escapismo. En primer lugar porque el escritor, por muy escritor que sea, también tiene su propia ideología, pero también (y quizás sobre todo) porque el lenguaje, la mera elección verbal, comporta inevitablemente un fondo ético, político o social distinto. La terca certidumbre de que el estilo literario no es sólo forma sino también fondo, no está al alcance de los políticos. Es una realidad secreta que comparten escritores y lectores. Este prólogo parece necesario a la hora de contemplar desde unos nuevos presupuestos la tregua indefinida que ETA ha declarado recientemente. Son muchos los políticos, los comentaristas y los opinadores a los que todo esto ha cogido con el pie cambiado. Sus complicados esfuerzos para seguir a flote merecen un piadoso silencio, así como la evidente comprensión que merece el instinto de supervivencia, ese instinto tan humano. Pase lo que pase a partir de ahora, y por mucho que haya cambiado el escenario de esta confusa representación (hasta el punto de dejar a muchos actores de la trama en posición ridícula), habría que subrayar sin embargo otra cosa: la culpa de la violencia de ETA la tuvo, la tiene y la tendrá siempre la propia ETA. Y la única tentación a la que hay que resistirse en todo este proceso es al síndrome de Estocolmo. Una evidencia que ha pasado más o menos desapercibida, en medio del actual remolino de salvavidas, vías de agua, labores de achique y supervivencias políticas, es la transcendencia de las próximas elecciones al Parlamento autonómico. Por increíble que parezca, las alusiones al inminente pronunciamiento electoral del pueblo vasco y su radical importancia han sido señaladas de forma bastante vaga, casi imperceptible. Quizás sea el momento de subrayar todo lo que nos jugamos en ellas. Como uno cree en la democracia, nada como el voto para explicar a los políticos lo que tienen que hacer, nada como ese explícito mandato con el que participamos en las instituciones representativas para que el proceso recientemente abierto se conduzca en una dirección o en otra. En función de los gustos personales, en función de las íntimas convicciones políticas -en función, en definitiva, de que uno se considere vasco, vasco-y-un-poco-español, vasco-y-español, vasco-pero-sobre-todo-español, vasco-y-español-español-español o meramente indiferente: es decir, vasco y/o español-, las próximas elecciones van a ser decisivas. La gente, como siempre, va a expresarse mediante el voto, pero esta vez su voto dirá mucho más de lo que comporta el mero oficio de elector. El que escribe prefiere destacar sobre todo este efecto porque, pase lo que pase en el próximo mes de octubre, va a ser una victoria de la democracia, y será muy difícil para unos y para otros maniobrar al margen de esos resultados. Hay otro efecto de la presente situación que comporta una profunda consecuencia moral. Es habitual el discurso que echa la culpa de todo lo que nos pasa a los políticos, a la clase política. Se trata de un consuelo tonto que esta vez no podrá valer. La tendencia que marquen las próximas elecciones generará una nueva responsabilidad: que en gran parte la suerte del futuro la marcarán los ciudadanos. El vértigo del voto. El compromiso de la historia. Ya no sólo los políticos: estaremos decidiendo nosotros.

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