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Reportaje:

Ruanda en su laberinto

El régimen tutsi se ve incapaz de controlar una rebelión que se acerca a la capital

Alfonso Armada

Los antiguos platanares y bosques de eucaliptos que poblaban y perfumaban las colinas entre Ruhengeri y Gisenyi, al noroeste de Ruanda, no son más que sombras del pasado. Es como si un ciclón seguido de un incendio hubiera arrancado de cuajo cada árbol, quemado los rastrojos y removido la tierra con una furia perfectamente humana. Y eso es lo que ha ocurrido. Desesperado por su incapacidad para poner coto a una guerrilla hutu que lleva su osadía a atacar incluso en el distrito Kigali rural, en torno a la capital del país, el Ejército decidió acabar con la vegetación que servía de escondrijo a los rebeldes que cruzan desde la vecina República Democrática de Congo (RDC, Zaire) para asaltar cárceles, liberar a los que esperan juicio por el genocidio de 1994, liquidar a testigos y supervivientes de las matanzas y sembrar el terror. El Ejército, a su vez, organiza implacables operaciones de castigo que se convierten en exterminio de inocentes y combustible para un terror sin fin.De nada ha servido que las partidas económicas para defensa de este pequeño (27.000 kilómetros cuadrados, 8 millones de habitantes) y aparentemente dulcísimo país hayan escalado hasta más del 20% de un presupuesto nacional con gigantescas carencias sanitarias y educativas. De nada ha servido su audaz política internacional interviniendo abiertamente en los asuntos del gigantesco vecino congoleño: los campos de refugiados fueron levantados, la mayoría volvió a casa, Mobutu cayó, Kabila le sustituyó, decenas de miles de radicales hutus y sus familias fueron exterminadas. Pero el goteo de muerte, las infiltraciones fronterizas y las operaciones en las que participan hasta miles de rebeldes hutus se multiplican. Amnistía Internacional ha vuelto a lanzar una voz que se ahoga en las colinas: el número de desaparecidos crece de forma exponencial. Amnistía acusa tanto a las tropas gubernamentales como a los rebeldes, ya que ambos "matan deliberadamente a miles de civiles desarmados". Las críticas que lanzó recientemente en Kigali la alta comisionada de la ONU para los derechos humanos, Mary Robinson, no hicieron sino redoblar las dificultades que su personal tenía sobre el terreno para investigar el reguero de denuncias. Conclusión: la misión está prácticamente cerrada.

Las incursiones de los rebeldes se producen a primeras horas de la mañana y al atardecer. La carretera hacia el noroeste (Kigali-Ruhengeri-Gisenyi), hacia la turbulenta frontera con la RDC, es el eje de la acción guerrillera que tiene en jaque al eficiente ejército de Paul Kagame, el verdadero hombre fuerte ruandés. Es temprano y las calles de Kigali, que ha conocido "un insólito crecimiento en el último año: nuevas construcciones, comercios, farolas y semáforos", comenta la boticaria palentina Concha Fernández, de Médicus Mundi, ya están pobladas por una muchedumbre que en toda África se pone en marcha en cuanto el primer gallo rompe las últimas fibras de oscuridad. Un águila sobrevuela el afanoso mercado de Nyabokoko, a las puertas de Kigali. Por si la apariencia de normalidad no hubiera quedado quebrada en pleno centro (ante cada hotel no hay policías, sino soldados), en todas las carreteras que entran en Kigali, militares con armas ligeras y detectores de metales cachean y piden los papeles a todo el que quiere entrar o salir y registran de arriba abajo cada vehículo.

Las carreteras son equiparables a muchas comarcales españolas. Ruanda es un huerto primorosamente cultivado, campos de patata dulce, mandioca, café o té, ejemplo de una laboriosidad incansable. Y colinas y más colinas cultivadas hasta el último rincón. Algunas laderas están tan inclinadas que parece imposible que alguien que además de agricultor no sea montañero pueda trabajarlas. Y cada tanto, patrullas, convoyes de camiones cargados de unidades armadas hasta los dientes, puestos de vigilancia, controles: un matatu (furgoneta) espera al otro lado de la calzada mientras sus pasajeros desfilan de uno en uno ante el displicente oficial sentado.

En la prefectura de Ruhengeri, donde Médicus Mundi se ha visto obligado a abandonar, por motivos de seguridad, el hospital de Nyemba, "dos veces saqueado y que sigue funcionando a duras penas", dice el médico Mariano Ribón, la presencia militar está extrañamente ausente durante varios kilómetros para reaparecer nutrida, y con tanquetas artilladas, en el caso urbano. Aquí es donde los rebeldes controlan mejor el territorio, hasta el punto de que en algunas comunidades, comentan fuentes humanitarias, han impuesto a sus propios burgomaestres y durante la noche dictan su ley.

A escasos kilómetros del perímetro urbano de Ruhengeri, un grupo de casas de adobe de excelente factura, con relucientes tejadillos de hojalata, aparecen vacías, como si nunca hubieran sido habitadas. Y así es. "Fueron construidas para los retornados de Zaire, pero tienen miedo del Ejército y de los rebeldes. Están demasiado aisladas", dice un paisano. Epifenómenos del miedo. En comunidades del este y norte del país, donde la guerrilla está crecida, los campesinos pasan muchas noches fuera de sus casas y duermen en los platanares por temor a las incursiones nocturnas. "Por la mañana se recogen los cadáveres de los que han tenido mala suerte, pero nadie se atreve a acusar a nadie", dice un expatriado que participa de esa cautela que se ha extendido por la piel de Ruanda como una segunda naturaleza.

Poco después de Ruhengeri brotan las lomas y las colinas devastadas, el paisaje transformado de forma radical por la acción humana: bosques ausentes, tierra removida, fabricantes de carbón vegetal, humo acre de la paz ruandesa que no llega nunca. La humedad de los campos cultivados en plena estación de las lluvias impregna el aire. Sería un país dulcísimo si no fuera por el odio. Una planta aclimatada a Ruanda, un país encerrado en su propio laberinto étnico: hutus (85%) y tutsis (14%) no tienen más remedio que convivir. Pero tras el genocidio de 1994, colofón brutal de otros genocidios, y las operaciones en marcha de la guerrilla y del Ejército, nada parece indicar que la espiral de muerte vaya de momento a detenerse. Ruanda parece encerrada en su propio laberinto.

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