Tortilladas urbanísticas
Seguro que la historia vuelve a repetirse. Los jóvenes jamás retornarán al lugar en el que veranearon alguna vez. Cuando yo regresé, años después de mi último veraneo familiar, a Castro Urdiales, me encontré con un paisaje diferente al que conservaba en la memoria. Castro Urdiales -"qué bonito es Castro"- había crecido monstruosamente. En los terrenos donde antes había sólo campas u horizonte limpio proliferaban las urbanizaciones. La población urbana y el parque automovilístico habían experimentado un desarrollo atroz. Y todo había sucedido de forma apresurada e irresponsable. Habían sido esquilmadas zonas que yo consideraba precisamente los pulmones de Castro. Ahí donde uno podía bañarse en pelotas sin provocar las iras de la Guardia Civil, o donde se organizaban tortilladas con guitarra, o donde uno se iba con la novia a achuchar. Supongo que eso también les ocurrió a nuestros mayores. A mí, en el pasado, me dejaba indiferente el manido comentario de "aquí antes no había nada", mientras mi abuela señalaba unos cuantos bloques de apartamentos. Seguro que esa nada anterior era reconfortante y repleta de recuerdos para ella. Ahora que yo también puedo constatar que el espacio cambia de tal forma con el tiempo, me siento mayor. Sé que uno no puede bañarse en el mismo río dos veces. Y reconozco que yo también he cambiado. Cuando los periódicos cuentan lo que ha ocurrido en Marbella bajo el mandato del impresentable Jesús Gil, la cosa no me sorprende en absoluto. Dicen que no ha planificado la ciudad, que ha hecho un puzzle urbanístico, vendiendo suelo público o recalificado mediante convenios. Y que bajo tanta osadía urbanística se esconde dinero, mucho dinero. La guinda del pastel, ese que siempre se descubre al final de la fiesta, es que, a pesar de las compensaciones privadas que el Ayuntamiento ha recibido, la corporación municipal marbellí arrastra una deuda récord. Hay un paralelismo entre ésta y otras muchas ciudades costeras: las han destrozado. No vamos a culpar a los arquitectos, pobrecitos, no es que luchen para no caer en las garras del buen gusto urbanístico, sino que funcionan por encargo, los desdichados. Ni hablar de culpar a los constructores, pedazos de pan que crean puestos de trabajo y viviendas para las parejas de recién casados. Tampoco les voy a echar la culpa a los alcaldes como Jesús Gil, santos varones que siempre piensan en el bien del pueblo. No. La culpa es mía porque me quejo de vicio, porque pienso mal, y porque cierto sentido reaccionario del progreso me hace renegar del fenómeno desarrollista en algunos lugares que yo consideraba, de alguna manera, paisajes idílicos de mi infancia y de mi adolescencia. Sí, la culpa es mía. No estoy a la altura de los tiempos. Ni a la altura de los grandes bloques de apartamentos. Pero, si se trata de disculparse uno mismo y de disculpar a otros, siempre le podemos echar la culpa de todo al progreso, al desarrollo, al futuro que se nos viene encima. Cuando no sabemos controlar a los que planifican el porvenir de la colectividad la solución es culpar al mismo porvenir de lo que ha venido. La máxima aquella de que hay que vivir al día y aprovechar el momento rige nuestro destino. En este caso, cuando algo ha sido construido, o destruido, se queda ahí para contarlo, y si miramos atrás es fácil llegar a la conclusión de que se podía haber hecho mucho mejor. Por eso es tan necesaria la figura del urbanista, un espíritu supuestamente inteligente que debería ser una poderosa, autónoma e insobornable autoridad municipal en estos menesteres, precisamente para construir sin destruir, con el sentido, no común, de la estética, unido al del pragmatismo. Pero es que por lo visto no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos. Tristemente cierto. Hacen tortillas urbanísticas y nos rompen los huevos a los que, ingenuamente, esperábamos encontrar casi intacto el paisaje del recuerdo.
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