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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El mensaje de Borrell

La declaración hecha pública por el candidato Borrell el lunes ha sido despachada con demasiada displicencia por el presidente del Gobierno; tal vez por tomarse al pie de la letra los sarcasmos que, antes de leerla -era demasiado larga-, comenzaron a hacer circular los zascandiles de guardia. Es cierto que la pieza revela la existencia de diversas manos y que tal vez abarca demasiados temas, pero el mensaje que contiene es clarísimo y tiene más sustancia que la mayoría de las declaraciones escuchadas desde hace meses tanto al Gobierno como a la oposición.Ese mensaje es que existe una continuidad entre la ruptura de las reglas del juego entre el Gobierno y la oposición, la desestabilización del marco autonómico y la ruptura del consenso antiterrorista; y que, por ello, la recuperación del espíritu tolerante de la transición en las relaciones entre los dos grandes partidos nacionales es condición para detener el deterioro que se observa en los otros dos terrenos. Podrá discutirse si la situación es más o menos grave, pero no que el planteamiento coincide con la preocupación esencial de muchas personas en estos momentos.

Por supuesto, el desgraciado asunto de los GAL ha sido decisivo en las tres cosas: el deterioro de las relaciones entre el PSOE y el PP, la falta de criterio firme en materia autonómica y la ruptura del frente democrático contra ETA. La declaración comienza por reconocer que hay "hechos objetivos que no pueden ser negados", los de la guerra sucia, que "rechazamos por considerar ética y políticamente inadmisible el uso de medios no legales para defender la democracia". La supeditación de las responsabilidades políticas a la sustanciación de las penales ha hecho que nadie haya reconocido de manera directa que la guerra sucia fue una iniciativa desastrosa.

Hace dos o tres años, cuando se discutía por enésima vez la posibilidad de constituir una comisión de investigación, Arzalluz defendió que su objetivo debería ser no tanto dilucidar las responsabilidades personales como conseguir que "desde el Parlamento se reconozcan los fallos antidemocráticos habidos" en la lucha contra ETA y que la investigación no se limitara a los GAL, sino que incluyera sus antecedentes en tiempos de UCD. En ausencia de una declaración de ese tipo, que sigue siendo deseable, ningún responsable socialista representativo ha dicho claramente que aquella iniciativa fue un desastre sin paliativos que sólo benefició a ETA. Decirlo es condición para reprochar al PP su oportunismo al alentar la resurrección del caso GAL diez años después de su desaparición, también en beneficio, sobre todo, de ETA. No es que la declaración de Borrell supla el vacío de autocrítica, pero sitúa el debate en términos menos unilaterales.

La ruptura de las reglas del juego en las relaciones Gobierno-oposición favoreció, según Borrell, la del consenso en materia autonómica. Tal vez las cosas sean más complicadas y las responsabilidades estén más repartidas de lo que pretende, pero es difícil negar que el cuestionamiento abierto del sistema autonómico por los nacionalistas tiene que ver con la ruptura de ese acuerdo básico entre los dos grandes partidos nacionales. Y también es difícil de rebatir la impresión de que uno de los efectos del cuestionamiento del marco institucional por parte de los nacionalistas haya sido la ruptura del frente democrático en materia antiterrorista y la aparición de dudosas iniciativas de paz por separado.

Así pues, mejor o peor dicho, lo planteado por Borrell no es ninguna trivialidad, y un Gobierno responsable habría debido valorar lo que en su mensaje hay de oferta compartible y hasta qué punto coincide con las preocupaciones expresadas por el sector moderado de su propio electorado. Por supuesto que también los socialistas han contribuido al deterioro y que es absurdo plantear la recomposición desde la vindicación o la negativa esencialista de que sea posible una evolución del PP hacia el centro. Pero Aznar carga con una fuerte responsabilidad en el envilecimiento de las relaciones políticas producido a partir de 1993. Si no por sincero arrepentimiento, al menos por atrición -por interés- el presidente debería ser el primero en intentar recomponer las cosas con los socialistas: a nadie le interesa tanto como a él hacer compatible la competencia electoral con el reconocimiento de que el PP y el PSOE comparten muchos valores comunes.

Borrell se enfrenta a una tarea muy difícil y desde una posición precaria; que Aznar se limite a recordárselo con sarcasmos sobre la "bicefalia" y alusiones a las "algaradas" puede ser gracioso, pero revela escasa visión política. Una mejor oposición no garantiza, pero sí favorece un mejor gobierno.

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