El ocaso de la otra ideología
El internacionalismo proletario muy fragilizado en las décadas de los sesenta y los setenta por la transformación de las estructuras del mundo del trabajo, no puede encajar las consecuencias del descalabro de la experiencia soviética y se desmorona finalmente con el muro de Berlín. Por otra parte, el pacifismo neutralista de los países no alineados y las reivindicaciones de protagonismo político y económico del Tercer Mundo, que constituyen los núcleos duros de la opción ideológica internacional calificada convencionalmente de izquierda, se ven frontalmente impugnados en los años ochenta y noventa por la globalización y sus efectos. Aniquilados sus enemigos, la derecha señorea la escena ideológica mundial radicalizando sus contenidos y descalificando, incluso en su propio campo, todo intento de flexibilizar sus posiciones y de abrir sus objetivos. El economicismo como principio inapelable, el primado por lo financiero como práctica general, el mercado como instrumento único y como baremo sin alternativa, la ausencia de normas y la negación de todo encuadramiento público como garantía decisiva para el buen funcionamiento de las sociedades se convierten en dogmas teóricos y en recetas comprobadas de vigencia imperativa. Éxito de la economía que es éxito de la sociedad, aumento de los valores en Bolsa que es aumento de la riqueza, mercado que es democracia, parejas indisociables que forman el eje central de la otra ideología.Pero los efectos perversos de esta dominación sin límites han alcanzado tal gravedad que algunos de sus más conspicuos portavoces comienzan a tocar a rebato. Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, los editoriales de los semanarios americanos Newsweek y Businessweek, y muchas otras voces se preguntan en estos días si no ha llegado el momento de poner orden en lo que llaman el capitalismo global, antes de que las brechas cada vez más amplias y numerosas que aparecen él se traduzcan en una crisis incontrolable. Todo comenzó hace algo más de un año con las devaluaciones tailandesa e indonesia que acabaron, en menos de seis meses, con el fulgor de los cuatro tigres asiáticos y sacudió todas las economías de la zona. La retirada, según el Banco Mundial, de más de 110.000 millones de dólares del flujo financiero de esos países ha quebrado la actividad económica de los mismos, devolviendo a la miseria a una parte considerable de su población. Pero además su bancarrota, ha agravado aún más la difícil situación de Japón, cuya implicación en la economía asiática, a la que destina más del 40% de sus exportaciones y casi el 25% de sus inversiones, la vincula muy estrechamente al destino de esa zona. Los créditos dudosos de Japón, derivados de esa vinculación, superan los 900.000 millones de dólares, lo que unido al hundimiento monetario y bolsístico de Hong-Kong que comienza a arrastrar a China representa una gravísima amenaza.
Si a la recesión asiática, que estos datos configuran, añadimos el desastre ruso y la desestabilización de los grandes países de América Latina, el riesgo de que este conjunto de recesiones se conviertan en una depresión mundial se hace cada día más inmediato. Lo que no evita, sin embargo, que sigamos hinchando la burbuja financiera mundial. Hasta que estalle. La cotización de las acciones ha crecido 26 veces más que los dividendos de las empresas; los traders siguen devastando economías y monedas -ahí queda la última hazaña de Chase Manhattan con la corona noruega-. Y mientras tanto el FMI reitera imperturbable sus fórmulas rituales y el G-7, en su reunión de ayer, se limita a aconsejarnos que sigamos igual. ¿Qué cabe hacer? Afirmar que la economía o la encuadran los poderes públicos -nacionales o mundiales-, o la gobiernan las mafias; poner coto al desatino especulador en bolsa; volver a un sistema financiero mundial. Pues instaurar una tasa sobre los movimientos de capital como proponer Tobin, crear una policía financiera internacional, ajustar la economía financiera a la economía real, no son desvaríos de interventores estatalistas, sino condiciones de la supervivencia de la economía de mercado. Que es la única que tenemos.
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