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Tribuna:
Tribuna
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Agroizquierda

Ya no es moda pasajera, es costumbre que se extiende por todo nuestro entorno cultural, europeo por supuesto. Intelectuales o jubilados de izquierda se lanzan a la conservación, cuidado y en su caso elaboración de vino, de aceite, o de berenjenas y tomates. Por supuesto desde una rigurosa y exigente lógica ecológica. Me apresuro a confesar que soy uno de ellos, desde la modesta producción de frutas y aceite. Me queda pendiente el tema de las verduras, que lleva más tiempo y dedicación, y algunos conocimientos que me resultan ajenos, pues como aclararé de inmediato vengo del secano y no de la huerta feraz. Lo confieso para evitar confusiones respecto de alguna de las ironías que acompañarán este escrito en los inicios de la vuelta de las vacaciones. De la misma manera que debo aclarar, para quienes no me conocen, que en mi caso el descubrimiento de la agroizquierda no es más que la vuelta a los orígenes, pues es mi origen la izquierda por convicción y familia, y el campo por idénticas razones. Mi mérito, en este sentido, es mucho menor, y el aprendizaje menos oneroso. Esta pasión por el cultivo de productos naturales, el reencuentro con la tierra en unos casos, o el descubrimiento de que las plantas crecen, y los pollos no son esa masa blancuzca que se alinea en los mostradores de las carnicerías, tiene su lado enternecedor, entrañable. Más si va acompañado de los ímprobos esfuerzos de los sabios ignorantes, ya sean líderes sindicales o profesores barbados. Tiene también algo que resuena a añejas aspiraciones de las clases proletarias e incluso de las medias. La casa, el huerto, que los jardines y piscinas habían exilidado o poco menos. Y se dan la mano con lo mejor de las nuevas exigencias respecto de la calidad de los productos y el respeto al entorno. Desde luego no está en mi ánimo teorizar al respecto, puesto que no es saludable ser víctima y actor a la vez, ya que el lector, con buen juicio, podría pensar en un sesgo inevitable al formular algún tipo de conclusión. Me contento con señalar que tal vez la aspereza de la tierra y su cuidado sea menor que las asperezas que la lucha política o el combate económico acarrean. Por lo demás el esfuerzo no es grave, pues no está en juego ni la supervivencia de los agroizquierdistas, que se ganan la vida como pueden pero no vendiendo en el mercado sus producciones. Ni tampoco, tareas tan sencillas, ocasionan mal alguno al conjunto de la ciudadanía: no cuestionan el sistema, ni contienen elementos subversivos de alto riesgo, como no se consideren como tales el gozo y la jactancia del agroizquierdista al alabar las bondades del producto de su esfuerzo. O de los esfuerzos por él dirigidos, que de todo hay y más de lo segundo que de la aplicación directa de su trabajo: la colaboración, solidaria por supuesto, no sólo es aconsejable como virtud, sino como necesidad. Para los jubilados de la agroizquierda el asunto tiene menos importancia: dedican y pueden dedicar el tiempo necesario, sin más. Para los activos la cuestión resulta más compleja, pues el ritmo de las cosechas, desde que lo estableciera Virgilio en sus Geórgicas, no admite demoras ni compromisos, a que tan habituados estamos. Así, me recordaba Maragall durante su estancia en Roma, el fontanero agroizquierdoso del Trastévere dejó cañerías y grifos en aras de la recolección de la aceituna y su transformación en saludable aceite. Desde luego el ilustre alcalde de Barcelona hubo de recurrir al uso de la bricoizquierda, arte mucho más peligroso que el de la tierra. Al menos por los resultados que me contara el candidato a la Generalitat de Cataluña... Alcanzo a sospechar que a la derecha silvestre, o a la otra, le convendrían más estas dedicaciones de agroizquierda que no las actividades que partidos, organizaciones, y ciudadanos de la izquierda democrática van a emprender desde el otoño que ya se anuncia en el calendario. La derecha esto de lo agrario ya lo tiene superado por inscrito en los registros de la propiedad desde hace años, y su conocimiento alcanza a la recepción de las primicias, o al sonido de las voces jornaleras entre el canto de las cigarras en las tardes de estío, durante las siestas con las cosechas a buen recaudo. A los demás, aparte de contribuir, o haber contribuido a estos dulces recuerdos, nos queda el ingenuo orgullo del trabajo hecho con nuestras manos y nuestros pocos conocimientos. Y la esperanza, basada siempre en el trabajo y el entendimiento, que nada, ni las cosechas, son permanentes. La fruta este año, bien; las aceitunas, una pintada, y el aceite del año pasado, excelente. Si el tiempo acompaña y el esfuerzo se aplica, la cosecha del 99 promete.

Ricard Pérez Casado es licenciado en Ciencias Políticas.

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