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Reportaje:

Focos de intolerancia en el Ulster

Padres protestantes rechazan a dos cocineras católicas en su escuela y los orangistas siguen en Portadown

Berna González Harbour

ENVIADA ESPECIAL, Ya no se trata de los grupos terroristas ni de los políticos intransigentes que han abundado en Irlanda del Norte. Ahora que la mayor parte de las bandas ha decretado un alto el fuego, y que hasta Gerry Adams y David Trimble, líderes republicano y unionista, han logrado aparcar su odio ancestral para dialogar cara a cara, a solas, en un despacho de Stormont, queda aún un gran peligro para el proceso de paz. Y éste no lleva siglas. Es civil.Una pequeña minoría de habitantes de Irlanda del Norte, representantes de ese 29% que en mayo votó en contra del proceso de paz, está dispuesta a seguir viviendo sin entenderse con la otra comunidad. Pocos, pero ruidosos, los intolerantes quieren mantener esa especie de apartheid que ha dividido a católicos y protestantes durante décadas.

En la escuela primaria de Aghadrumsee, un pueblecito situado a 100 kilómetros de Belfast, en el condado de Fermanagh, los padres de alumnos mantienen un piquete de protesta desde la semana pasada para impedir el acceso de dos cocineras recién contratadas para el comedor. No había veneno en sus tortillas, ni delito alguno. Su única falta era esconder sangre católica bajo el delantal. Impensable en una escuela protestante donde debe haber unionismo hasta en la sopa.

Ninguna de las dos ha podido acudir a su puesto de trabajo. Y las advertencias de la Comisión para el Empleo Justo no han servido para nada.

Retrocedamos unas millas, y vayamos a Portadown, a unos 40 kilómetros de Belfast. Allí, un puñado de unionistas mantiene desde hace dos meses la guardia en torno a la iglesia de Drumcree, y promete no abandonar hasta que los católicos les dejen recorrer Gharvaghy Road.

Quieren culminar el desfile de la Orden de Orange que este verano, por primera vez, impidieron las fuerzas de seguridad. Son los últimos orangistas resistentes después de la desbandada general que se produjo en sus propias filas tras el salvaje asesinato en un incendio causado por protestantes de tres niños católicos de Ballymoney. El frío arrecia ya en septiembre, el viento azota fuerte y húmedo, y nuestros hombres se han calado los gorros de lana hasta las orejas. Hoy, como ayer y mañana, toca el café caliente de un termo que sus esposas les han preparado al amanecer. Ese café y unos bocadillos fríos de pollo y tomate les acompañarán hasta que llegue el relevo orangista, al cabo de seis horas, para "proteger la iglesia".

La nariz roja por el frío, los cuellos alzados y las manos enguantadas, estos cuatro ancianos aseguran que resistirán todo el invierno hasta que los católicos cedan y, al igual que el 12 de julio de 1690 hiciera el rey de Inglaterra Guillermo de Orange (protestante) al vencer a Jaime II (católico), puedan desfilar con sus estandartes y ropajes ancestrales para escarnio de católicos.

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¿Acaso nunca podrán convivir en paz protestantes y católicos? "Nosotros sí, claro que podemos convivir en paz. Son ellos los que no pueden", responde uno de ellos, todos anónimos, éste fabricante de muebles retirado.

"Ellos nos intimidan constantemente con la bandera irlandesa; mire allí, cómo ondea la bandera irlandesa para intimidarnos en nuestro propio país", afirma el jubilado, mientras señala la larga fila de trapos republicanos que les reta justo allí donde quieren desfilar.

"¿No se sentiría usted intimidada si en España viera ondear la bandera de otro país?", se enfurece. La que suscribe sólo anota, y como calla y no se pronuncia, esto oye: "Igual es comunista", musita uno. "O vasca", sugiere otro con cara de horror, en voz baja. "¿Es usted vasca?", pregunta ya en alto, mientras todos concentran la atención.

Ellos, los protestantes, también han colgado la bandera británica en sus postes de luz, y así, en Portadown está muy claro qué calles son de un bando y cuáles de otro, tan próximos los dos, tan enfrentados. El aspecto de Portadown es el de una ciudad dividida en tensa tregua, el de una paz frágil y quebradiza.

Por eso, el fin de semana del 5 de septiembre, como el anterior, católicos y protestantes chocaron de nuevo en una amarga batalla que dejó a un par de policías en el hospital. Uno está aún luchando por su vida en el Royal Victoria de Belfast, en el mismo lugar donde el niño español Gonzalo Blanco sigue ingresado desde el atentado de Omagh, el 15 de agosto.

Ayer mismo, en el día de la inauguración del primer periodo de sesiones de la nueva Asamblea Autónoma de Irlanda del Norte, la cuestión de las banderas provocó el primer encontronazo entre unionistas y católicos. Ésos quieren la Union Jack como único estandarte en Stormont. Éstos, la de Irlanda.

De los 108 diputados de la Asamblea, elegida en junio dentro del cumplimiento del acuerdo de Stormont, al menos una cuarta parte está dispuesta a trabajar allí en contra de este proceso de paz. El primero es el reverendo Ian Paisley, líder de los unionistas ultras, que se ha negado a sentar a sus 20 diputados en la Asamblea mientras allí estén los representantes del Sinn Fein, ala política del Ejército Republicano Irlandés (IRA).

"¿Paz? ¿Qué es la paz? Yo tengo 32 años y nunca he conocido la paz, he crecido con esta guerra, y sé que nunca veré la paz, esto es parte de mi vida", asegura la joven protestante Gillian en el centro de Portadown. Lleva en silla a su segundo hijo, de cinco meses, cubierto hasta los ojos para que evite el viento frío. ¿Tampoco él verá la paz? "No", dicen al unísono Gillian y su madre, Noreen, de 68 años. Ambas votaron no en el referéndum de mayo.

Pero, el pasado mes de mayo, el 71% de la población norirlandesa votó sí.

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Sobre la firma

Berna González Harbour
Presenta ¿Qué estás leyendo?, el podcast de libros de EL PAÍS. Escribe en Cultura y en Babelia. Es columnista en Opinión y analista de ‘Hoy por Hoy’. Ha sido enviada en zonas en conflicto, corresponsal en Moscú y subdirectora en varias áreas. Premio Dashiell Hammett por 'El sueño de la razón', su último libro es ‘Goya en el país de los garrotazos’.

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