Tarjetas postales
Acabo de recibir una tarjeta postal desde Galicia. Siempre llegan de manera inesperada y con retraso. Pensé que podían haberla enviado dos amigos que andaban por aquellas tierras. Pero no. Era una vieja amiga. Ellos se inclinan más por relacionarse a través del teléfono. No importa que sea medianoche, la hora de comer o la de la siesta. Uno prefiere el otro sistema de comunicación. Me gusta porque ofrece algo que mirar. Y la primera sensación produce una agradable nostalgia. Por eso, cuando recibimos una fotopostal sentimos un hormigueo de emoción. Es un mensaje de complicidad que quiere compartir lugar y paisaje. Su valor se incrementa porque es sabido que su elección ha requerido detenimiento y reflexión para encontrar algo que satisfaga al destinatario. Es un mensaje polivalente convertido en manifestación de afecto que va más allá del puro acto mecánico de levantar un teléfono y marcar un número. Pocos son los que de vacaciones no han cumplido con el rito de poner en el buzón de Correos una tarjeta postal para algún allegado. Compuesta por una fotografía y el reverso destinado a un eventual mensaje escrito que incluye una dirección de destino, se convierte de manera inconsciente en una herramienta de cohesión social. Las imágenes alrededor de un viaje, en este proceso de comunicación interpersonal, con su ilusión de realismo, llegan a entrelazar sentimientos que terminan por conformar criterios unánimes. El origen de esta forma de correspondencia (en su forma no icónica puede remontarse hasta el siglo XVIII), se desarrolló, tal y como la conocemos en la actualidad, al amparo de los avances fotomecánicos que las imprentas incorporaron a sus talleres durante los primeros años de este siglo XX. Fue una etapa denominada la edad de oro de la fotopostal. Desde entonces, las tarjetas sirvieron de vehículo de transporte para las más diversas incursiones icónicas. No faltaban en ellas retratos de artistas, vistas de los lugares más pintorescos, calles y ciudades o gentes y costumbres. Una de sus variantes fue la fantasía que surgía de su elaboración en estudio. Eran montajes de escenas iluminadas débilmente que se envolvían en un vaho etéreo y evocaban una sensación de misticismo y sensualidad ficticia que nunca llegaban a perder su descarada artificiosidad. La difusión generalizada de fotografías en periódicos y revistas hizo que se desplazase el interés que había despertado la tarjeta postal. Aquellos documentos gráficos que, en holgada exclusiva, habían estado descubriendo la imagen de un mundo en plena transformación cayeron en la rutina. Su estancamiento había roto con el interés social que le había caracterizado con anterioridad. Los tópicos se reiteraban sin descanso. Fue un momento decadente marcado por una absoluta carencia de ideas. Desde entonces, los propios fotógrafos de prensa guardan en su haber el termino postal para denominar, con desprecio, a toda imagen que no ofrezca ninguna innovación compositiva. Hoy día, las tarjetas ilustradas se han convertido en el producto de una industria que, volcada principalmente hacia los sectores turísticos, desarrolla una importante actividad y unas cifras de negocio nada desdeñables. Los avances tecnológicos y el abaratamiento de costos de producción permiten que su renovación sea regular y constante. Cada año las tiradas buscan adaptarse a nuevas demandas. Se contratan especialistas y se renueva la estética. Unos trabajan en pueblos, paisajes y monumentos. Hay quienes lo hacen sobre la fauna autóctona o sobre el folclore. Otros, en zonas costeras y puertos. Hay imágenes para todos los gustos. Una estampa de pescadores de percebes que, en aguas de Finisterre, se enfrentan al peligro de las olas está en el origen de este comentario. La norma por la que se rigen estas fotos es bien sencilla. Dentro de una variada gama de posibilidades, garantizan cierto grado de espectáculo visual y no rompen el carácter amable de la circunstancia. Se trata de una técnica depurada que no busca herir susceptibilidades y vende una idea edulcorada del lugar donde se aplica. Sin duda alguna, se acopla a la idea de bienestar obligado que debe transmitir un descanso estival aunque este repleto de vicisitudes.
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