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Vuelo cerrado

Vivimos en el tiempo, la época, la estación de mayor transhumancia del año. Puede decirse que la mayoría o una gran parte de los habitantes de Madrid han salido de la ciudad un número variable de días, huyendo de los terribles calores del pasado julio y parte de agosto y por la justificada necesidad de cambiar de aires. La mayoría, sin duda, ha empleado el automóvil propio, buena parte el tren y otra apreciable porción el autobús, cada vez más cómodo, rápido y competidor del ferrocarril.No hay que olvidar a cuantos eligieron el avión para sus desplazamientos, obligado en numerosas ocasiones en que se escogen destinos transatlánticos, transpacíficos o cualesquiera que sean los mares franqueados y continentes. Este último sistema resulta, paradójicamente, el menos confortable, pues lo que gana en velocidad lo está perdiendo en las innumerables incomodidades que acechan al viajero, antes y después del vuelo en sí. Los aeropuertos se encuentran situados más y más lejos de los centros urbanos, aunque, por ahora, Madrid cuente con el suyo -único por el momento- relativamente próximo. La propia naturaleza y desarrollo de la aviación comercial exige aeronaves de mayor capacidad, más numerosas, con pistas de mayor longitud para el despegue y un endiablado tráfico, donde el mínimo error ocasiona catástrofes. La pericia de los aviadores y la general destreza de quienes controlan ese tráfico -aunque con cierta asiduidad protestan acerca del tratamiento salarial que reciben- no son las únicas piezas cuyo ensamblaje y coherencia hacen posible que nos traslademos de un lugar a otro, previo pago de tarifas cada día más elevadas.

El usuario depende de un sinnúmero de intereses y voluntades ajenas al viaje en sí. Las entrañas de los aeropuertos son muy complicadas y la parálisis de alguna de las partes condiciona y compromete el viaje o su duración. En general se exige la presencia en el mostrador de facturaciones, y para verificar el buen fin del boleto, con 60 minutos de anticipación, pero ahí no se cuentan las demoras que el tráfico, más o menos denso, haya producido en la salida de la capital, sino que es preciso añadir la búsqueda del lugar exacto donde consignar el equipaje y confirmar la validez del billete, más la localización de la llamada puerta de salida, unas veces especificada en la tarjeta de embarque y otras susceptible de variación por diversos motivos. Las distancias a recorrer, con el bulto que se suele llevar en mano, son considerables y cada vez mayores, aunque aliviadas por las cintas transportadoras. Un afinado instinto suele guiarnos de forma tan usual que se descarta el ingrediente milagroso de que lleguemos al lugar adecuado con felicidad.

Pero quiero dedicar un breve espacio a cierta trampa o modalidad ideada por las compañías: las tarifas especiales, los billetes cerrados, el circuito al que atenerse inexorablemente. El precio del viaje es, ciertamente, mucho más reducido y las condiciones muy explícitas, pero causa cierta irritación el carácter inexorable, sin contingencia para variación alguna, sin resquicio para las circunstancias excepcionales, la transacción y obligatoriedad unilateral de esta clase de billetes. Resulta comprensible que las empresas intenten fomentar el uso de sus servicios ofreciendo posibilidades económicas ventajosas, y que entre ellas figure la anticipación en el pago del trayecto, con regreso a fecha y hora fijas, pero se echa de menos la mínima elasticidad, el caso extremo, la necesidad perentoria de anticipar o retrasar la vuelta. Y, si me apuran, el capricho o el deseo de abreviar o dilatar una estancia prevista.

Porque no hay posibilidad de modificación. Es comprensible que quede esta eventualidad supeditada a la existencia de plazas libres en líneas regulares o puestos en servicio ocasionalmente. Nada. Si esa ocasión se frustra, por las razones que sean, ni siquiera de fuerza mayor, hemos perdido el vuelo como nos quedamos sin bisabuela. Repito que serían admisibles todas las circunstancias específicas, sin lesionar los intereses del transportista. No hay cáscaras. Esta queja tiene algún fundamento, porque el viajero, cualquiera que sea su naturaleza, está expuesto, en cambio, a todo tipo de variación, alteraciones y retrasos que no dependan de su voluntad. Ya saben: ajo y agua.

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